Pocas cuestiones provocan tanto dolor, tantas tragedias humanas
y familiares, como los accidentes de tráfico. Ni el terrorismo ni
siquiera algunas de las enfermedades más graves causan tal número
de muertes y de heridos. Sin embargo, parece que el problema se
haya convertido en una suerte de precio a pagar a cambio del
progreso y del bienestar, algo con lo que debemos convivir, por más
doloroso que resulte. No debe ser así, no puede haber resignación
ante un hecho de esta magnitud.
La solución a este problema no se ha planteado nunca de manera
global, si bien en los últimos años la tecnología aplicada a la
fabricación de automóviles ha conseguido paliar en gran medida la
gravedad de los accidentes. Evidentemente, no ha sido suficiente.
También la constante mejora y ampliación de la red viaria ha
supuesto un gran avance, pero tampoco basta.
En lo que llevamos de año ya son 64 las víctimas mortales que se
han cobrado las carreteras de nuestro Archipiélago, además de las
personas que han quedado malheridas o afectadas de por vida por las
secuelas, con lo que eso conlleva de tragedia personal, familiar y
social.
Son muchos y variados los motivos de estos accidentes, pero en
numerosas ocasiones se produce una combinación fatídica de juventud
y velocidad, interviniendo también a veces el alcohol y las horas
nocturnas. No obstante, no son siempre jóvenes los responsables y
las víctimas de los accidentes de tráfico. Hombres y mujeres de
todas las edades, niños y ancianos, a cualquier hora y en todas las
circunstancias aparecen también en las listas de fallecidos.
Únicamente una intensiva labor educativa y de concienciación,
amén de la tarea sancionadora de los comportamientos peligrosos,
hará posible que entre todos logremos reducir esta sangría.
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