Hace exactamente sesenta años, a las ocho y cuarto de la mañana,
una ciudad de tamaño y población similar a Palma quedaba barrida de
la faz de la tierra a causa de la primera explosión de una bomba
atómica contra población civil. Aunque oficialmente el objetivo era
una «ciudad militar» japonesa, lo cierto es que las decenas de
miles de personas que murieron en ese instante eran hombres,
mujeres y niños sin ninguna relación con el Ejército nipón ni con
la guerra. Por desgracia, no fueron las únicas ni las últimas
víctimas de una barbaridad semejante: días después otra bomba
nuclear caía sobre Nagasaki, con idénticos resultados.
El Gobierno norteamericano justificó la matanza asegurando que
aceleraría el final de la guerra, pero muchos creen que la
rendición japonesa se habría producido en las mismas fechas con o
sin experimentos nucleares. El caso es que el «ingenio», como se le
llamó entonces, creado a partir de las investigaciones de un genio
como Albert Einstein, ya había sido probado con cobayas humanas con
los resultados esperados: una masacre indiscriminada cuyos efectos
duraron meses, porque a la explosión le siguió la lluvia
radioactiva y, luego, la leucemia.
Parecía -ya ocurrió en la I Guerra Mundial- que el ser humano
escarmentaría después de una cosa así, que se promoverían acciones
tendentes a evitar nuevos horrores de este calibre -el listón del
espanto lo había colocado la Alemania nazi demasiado elevado-, pero
no ha sido así. El mundo sigue asistiendo a guerras de toda clase,
a matanzas y masacres, a torturas y crímenes y, aunque la bomba
atómica no ha vuelto a utilizarse desde entonces con fines bélicos,
la tecnología militar no se ha quedado atrás y ha seguido creando
nuevos «ingenios» destructivos.
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