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Nadie podía imaginar que un país como Francia, emblema de la luz de la cultura, del arte y de la civilización europea, alojara entre sus calles a una masa enardecida de jóvenes violentos capaces de poner en jaque a un Estado que se rige desde hace más de doscientos años por aquello tan esquivo y todavía utópico de «libertad, igualdad, fraternidad». Pues esa realidad, triste, negra, dramática, ya ha estallado. Al más puro estilo pandillero centroamericano o norteamericano -lo peor siempre parece llegarnos con mayor facilidad que la grandeza de otros países- las calles de los suburbios más marginales de la capital francesa se han llenado de gritos, violencia, destrozos y hasta disparos de perdigones en una espiral que, seguramente, no hará más que crecer y extenderse.

Quizá nadie podía imaginarlo, porque la imagen que la gran Francia vende en el exterior se compone a partes iguales de cultura, historia, civilización, gastronomía y paisajes idílicos. Pero el país vecino lleva cincuenta años acogiendo en sus ciudades a miles de personas llegadas de las antiguas colonias y muchos de ellos han sido incapaces de integrarse en el modo de pensar y vivir de la vieja Europa. Gente que, a su vez, ha sido recibida con frialdad, si no con verdadero desprecio, por los metropolitanos. Ahí tenemos el caldo de cultivo perfecto para la marginalidad, el radicalismo y los problemas asociados que vienen padeciendo todas las grandes urbes del planeta: desempleo, drogas, violencia, prostitución, pobreza, aislamiento.

Ya no son acontecimientos lejanos que ocurren en Los Angeles o en Nueva York. Está ocurriendo aquí mismo y la clave, para que le prestemos atención desde ahora, cuando quizá todavía estamos a tiempo, es garantizar eso todavía tan difícil, la igualdad, a todas y cada una de las personas que un día decidieron venir a vivir aquí, por muy diferentes que sean.