El lunes dio comienzo en la Audiencia Provincial de Palma el
esperado macrojuicio contra casi una treintena de presuntos
narcotraficantes del poblado gitano de Son Banya, acusados de
delitos de blanqueo de dinero procedente de la droga.
Ante un acontecimiento judicial de esta envergadura -se calcula
que el juicio se prolongará durante tres meses-, habría resultado
del todo lógico que el presidente de la Audiencia hubiera pedido
refuerzos policiales para evitar los incidentes que, finalmente, se
produjeron. Porque, como mínimo, sorprende que un nutrido grupo de
familiares y amigos de los acusados se personaran en el recinto -el
templo de la Administración de Justicia en Balears, supuestamente-
y decidieran, en un momento dado, arremeter contra los periodistas
que ejercían su trabajo en una persecución que contuvo ingredientes
suficientes para asustar a cualquiera: amenazas, intentos de
agresión, insultos y provocaciones de todo tipo.
Sorprende e indigna, porque los periodistas -o cualquier
ciudadano que en un momento dado despierte la desconfianza o la
inquina de esta gente- se han sentido completamente abandonados a
su suerte, mientras que sus agresores parecían gozar de una total
impunidad precisamente en un lugar donde debe reinar el orden y la
justicia.
Ahora, a posteriori, las autoridades judiciales sí han
solicitado un refuerzo de la seguridad del palacio de justicia para
la reanudación del juicio mañana jueves. Quizá lo que debería
plantearse, además, es hasta qué punto la sociedad debe tolerar la
convivencia con personas que hacen de la violencia, la amenaza y el
miedo su forma de vida y que cuentan, además, con el amparo de la
ley cuando les conviene.
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