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Adónde vamos?, preguntó Jaume, el fotógrafo. Pues no lo sé, contesté yo. A las playas más bonitas de Mallorca, para ver cómo están en invierno. Es lo que me han dicho. Era difícil elegir. Muy difícil. Las playas son mucho más bonitas en invierno; éste es su estado natural. Sin sombrillas. Sin toallas. Sin parapentes. Sin personas. Vacías. En realidad así es como es una auténtica playa. Por eso me gustó ir a verlas en diciembre. No íbamos a encontrar a nadie. Desplegamos un mapa de la Isla, como dos antiguos buscadores de tesoros, y nuestros índices señalaron el sudeste. Mallorca es pequeña, pero cuando se trata de playas descubrimos su inmensidad. Hay que elegir. Y la primera iba a ser es Trenc, tal vez la más famosa. Subimos al coche y partimos. Sonaba música en la radio, de los ochenta, que nos resultaba muy familiar a ambos, y yo estaba pensando que aquel iba a ser un lunes muy diferente. La gente trabajando en sus oficinas; los niños en el colegio. Y nosotros a ver playas. Qué fantástico es ser reportera.

Cada lugar del planeta es único. En cada punto, no importa que pocos kilómetros lo separen de los demás, el viento sopla distinto. O no sopla. Aquella mañana, todo el viento estaba en es Trenc. El agua apareció revuelta y oscura, y una buena parte de arena quedaba sepultada bajo las algas, algunas en forma de bolas que se podían aplastar. Saqué mi cuaderno y el aire se lo llevó lejos. Corrí por la arena siguiéndolo, y así llegué a un restaurante cerrado llamado Na Tirapel. Los plásticos que tapaban todas sus ventanas se agitaban muy deprisa. Recogí mi cuaderno del suelo. Estaba en la mayor extensión de arena de la Isla. En la playa que siempre fotografiamos con sus azules claros y las dunas limpias. Pero yo la vi como si fuera otra. Me acerqué a la orilla. Había montones de círculos transparentes y gelatinosos pegados a la arena mojada. Jaume dijo: son medusas. Mira, aquí se ven las patas. Miles de medusas muertas. ¿Adónde irán luego?, pensé. ¿El mar se las volverá a llevar? ¿O se quedarán enterradas? Y en verano, ¿los bañistas desplegarán sus esterillas sobre un millón de medusas enterradas, sin saberlo? Al dejar la playa atrás caminamos sobre las dunas, donde la arena es más blanca y sobre las cuales la brisa dibuja también pequeñas ondas muy bonitas y que cambian continuamente. En una de ellas, escondidas del mundo, dos mujeres en tirantes tomaban el sol. O puede que tomaran el viento, como María Salamiento. Al final siempre hay alguien donde no debería haber nadie. Les sonreí, y ellas me saludaron con la cabeza. Es inútil. Siempre hay alguien. Lo pude comprobar otra vez un poco más tarde, después de perdernos dos veces y cruzarnos con una señora extranjera pero muy mallorquina. ¿Por dónde se va a Cala s'Amonia?, le preguntamos. Y ella contestó: «muy fácil, coges como para ir a pueblo, pero no vas, y después giras en la primera calle a la izquierda». Facilísimo: vas al pueblo pero no vas. Eso dijo. Y fue así: no fuimos al pueblo y la encontramos. Cuando por fin nos aventuramos a descender las escaleras de Cala s'Amonia, pensé: ¿para qué buscar más en toda la Tierra si cerca de casa existe un paisaje como éste? Es verdad que antes nunca había estado allí y, aunque apenas consigo ya emocionarme con las bellezas de la creación y el síndrome de Stendhal me parece casi un chiste, miré a mi alrededor con los ojos generosos de un descubridor. No sé si eso será bueno para las reporteras. A lo lejos bajaban por un senderito dos hombres. ¿Cómo habrán llegado hasta allí?, preguntó Jaume. Yo tampoco lo sabía, pero siempre hay alguien que encuentra los rincones más extraños del planeta. Me fijé en las casas de piedra, en la tierra roja, en las barcas olvidadas y el agua limpia de color turquesa. Claro, como todo el viento estaba aquel día en es Trenc... Y entonces empezó a llover.

De vuelta al coche, cogimos el mapa y marcamos en él nuestro siguiente destino: Cala Mondragó. Curiosamente, allí no llovía; incluso percibí la tibieza del sol al caminar hacia un puesto de alquiler de hamacas en el que no había ninguna hamaca. El agua golpeaba suavemente las rocas de la costa y algunos turistas paseaban bordeándolas. Yo me acerqué a las sombrillas de paja, de espaldas al mar, y me senté a mirar otro bar cerrado. Era una pizzería. Saqué mi cuaderno. Y entonces vi a unos patos muy graciosos que venían hacia mí. Eran blancos y tenían el pico rojo. Cuando los llamé movieron sus alas y se juntaron a mi lado, caminando torpemente, como suelen hacer los patos. El más grande me miró, y yo le dije que tenían mucha suerte, porque en mi vida nunca había visto patos correteando por la arena de una playa en diciembre, que es cuando las playas son playas auténticas. Bueno, tal vez Stendhal también habría sufrido una fuerte impresión, porque aquellos patos se lo merecían.
Le dije a Jaume que volvieramos. En la radio sonaba una canción de Abba, y yo pensaba en lo que había visto. En que no importa adónde vayamos, porque siempre hay alguien que ha tenido nuestra misma idea y que incluso llega antes y se acomoda como en casa. En que las playas son preciosas en invierno. En que todo cambia en segundos. En que hay señoras extranjeras pero muy mallorquinas. En los patos correteando por la arena y las medusas muertas junto a las algas. En que es fantástico ser reportera. Y poder escribir. Me despedí de Jaume y pensé: ahora comeré cualquier cosa y me sentaré en el ordenador, que es donde yo soy auténticamente yo.

Neus Canyelles