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Seguramente a Arnaldo Otegi le habrá sorprendido poco la sentencia que le condena a quince meses de cárcel y siete años de inhabilitación por enaltecimiento del terrorismo, porque es la tercera que atesora en su haber (pasó tres años en prisión). De hecho, en un país como el nuestro, que ha sufrido durante cuarenta años la ferocidad del terror etarra, el crimen, la amenaza, la extorsión y el miedo puro y duro, participar alegremente, con orgullo, en un homenaje a un destacado dirigente de ETA es un delito. Y, como tal, si se demuestra, conlleva una condena que debe cumplirse. De momento no lo hará, porque la sentencia no es firme y puede ser recurrida, cosa que probablemente hará.

La decisión judicial debe ser tomada como lo que es, pura lógica, puro cumplimiento de la ley. Algo absolutamente independiente y separado del proceso de paz que ha emprendido el Gobierno para el País Vasco.

Las críticas a la sentencia no pueden tomarse más que como el afán de algunos por crear «bolsas» de inmunidad para ciertos personajes.

Un Estado de derecho no debe permitir esta situación. El proceso de paz debe ser bienvenido, a sabiendas de que será largo y tortuoso, ha de respetarse y alentarse. Lo cual no significa que cualquiera que, de alguna manera, se vea envuelto en el proceso quede al margen de la actuación de la Justicia. Si bien los hechos ahora sentenciados datan de 2003, Arnaldo Otegi todavía tiene cinco causas pendientes con los jueces y no puede esperar que queden en suspenso por el hecho de ser uno de los interlocutores del entramado abertzale, a pesar de que hayan mostrado su repulsa por los últimos incidentes de la kale borroka.