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Cuando el dirigente indigenista Evo Morales optaba al poder sabía que Bolivia es un país complicado, el más pobre de América Latina y, a pesar de ello, rico en recursos energéticos naturales. ¿El problema? Lo de siempre: las grandes inversiones las han realizado empresas extranjeras y, por ende, los grandes beneficios se los llevan ellas. Sin embargo, estas empresas han eludido durante todo este tiempo la labor social que, moralmente, deberían estar obligadas a realizar en una nación pobrísima y con todo por hacer. Extraer el petróleo y el gas natural, comercializarlo y enriquecerse abultadamente debería tener una contraprestación en forma de desarrollo social y no ha sido así. Por ello, cumpliendo su programa electoral, Evo Morales decidió el lunes nacionalizar la producción energética, enviando al Ejército a controlar todas las instalaciones.

Naturalmente, las empresas afectadas -entre ellas la española Repsol- se han llevado las manos a la cabeza y, con ellas, los gobiernos de los países con intereses económicos allí. Es del todo lógico, aunque probablemente poco podrán hacer al respecto.

Se trata, desde el principio y desde la base, de una situación injusta, por cuando Bolivia es un país -ocurre en cualquier país poco desarrollado- vendido a los intereses extranjeros, de forma que la riqueza propia sale fuera sin dejar apenas beneficios en tierra propia. Morales intenta darle la vuelta a esta situación, pero a costa de perder toda credibilidad internacional, de buscarse enemigos y de perjudicar a empresas que, sencillamente, han hecho lo que la legislación les ha permitido. Intentar resolver los problemas económicos del país a base de espantar las inversiones extranjeras es un error, aunque poco más puede hacer Morales para salir de la miseria.