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Quienes hemos tenido la desgracia de convivir con el terrorismo durante décadas hemos aprendido una durísima lección y es que, en ese campo siniestro, a la muerte de un líder siempre le sigue un incremento de la violencia y la sustitución del caído por otro, si acaso más sanguinario que quien le precedió. Por eso es absurdo lanzar las campanas al vuelo por la muerte del líder de Al Qaeda en Irak, Abu Musab Al Zarqaui, vencido por la fuerza combinada de las nuevas autoridades iraquíes y el Ejército norteamericano. Como bien ha expresado otro radical islámico, el mulá Omar, «cada joven puede convertirse en un Al Zarqaui».

Y eso es absolutamente cierto en una zona del mundo donde muchos jóvenes encuentran un irresistible atractivo en la idea de ofrecer su vida por una causa como la defensa de su religión, de su país y de su modo de vida tradicional. Con un futuro tan incierto como el que se presenta en Palestina, Irak o Afganistán, no es extraño que los jóvenes desencantados pasen a formar parte de una resistencia que cada vez se lo pondrá más difícil a los soldados norteamericanos y al Gobierno iraquí.

Por eso las autoridades del país, envuelto desde hace meses en una guerra sin cuartel entre terroristas y Ejército, han prometido continuar el esfuerzo para capturar a los cabecillas de esa resistencia que no sólo lucha contra el Gobierno y contra los ejércitos extranjeros, sino contra otras corrientes religiosas islámicas presentes en el país. Con ese panorama caótico y demoledor, la muerte de Al Zarqaui debe tomarse como una buena noticia, pero sin alharacas, pues será sólo un pequeñísimo paso en la senda de la democracia y de la normalidad en un país que, de momento, se parece demasiado al infierno.