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Conozco a alguien que, cuando las cosas van mal, pronuncia la siguiente frase: «quisiera desaparecerme». No dice marcharme, huir, ni mucho menos morirme. Sólo desparecerme. De hecho, ahora mismo está desaparecido, aunque permanezcamos juntos en espíritu, que es el estado característico que comparten las personas que se quieren. Bueno, realmente lo que pensaba contar es que hace unos días recorrí la costa norte de la Isla, en busca de los miradores más bellos, desde Banyalbufar hasta Formentor, y al pasar por la torre des Verger me acordé de él. No sólo por haber visto las más hermosas puestas de sol del mundo desde allí; pero también por eso. Tuve la encantadora sensación de que ponía en práctica el difícil arte de la desaparición. Está bien que algún día de nuestras vidas lo dediquemos a desaparecernos. Para eso no hay nada comparable a recorrer la costa norte en coche, siguiendo el camino de Tramuntana, y parar de vez en cuando a mirar. Es como otro mundo y, sin embargo, está tan cerca. En algunos tramos parece que estás navegando, o que te vas convirtiendo en una roca en medio del mar. De verdad. No hay casas; sólo el mar y la tierra que se hacen compañía. La torre des Verger es el punto inicial de nuestro paseo. Siempre hay turistas que suben a esta torre. Aquí nunca estás solo del todo.

Seguimos nuestro camino, que nos ha de llevar a Valldemossa, al mirador de sa Foradada. Llegan coches y bajan algunos viajeros. Yo me asomo y miro el agujero de la roca. También los viajeros señalan hacia él. Porque cuando descubrimos algo especial nos gusta que nuestros acompañantes lo vean, y que tampoco se pierdan detalle. A veces abrimos los ojos como si fuera la primera vez. El mar está muy tranquilo. Él es el que más puede alterar el paisaje, y hoy ha decidido no hacerlo. Hay una pareja que se acerca a la pared y se asoma. No se han olvidado ni sus cámaras ni sus besos. Puede que haya visto demasiadas películas, pero creo que aquí dan ganas de declarar un amor eterno, por ejemplo. Claro que a mí no se me ocurriría. Una vez lo hice junto a la colada, poniendo pinzas a los pijamas recién lavados, y no estuvo mal. También se podría tomar una decisión importante. Decidir, tal vez, que uno lo va a dejar todo por el sueño de su vida. No sé, escribir una novela, se me ocurre ahora. Aunque poco después sube al coche y, cuando ve que el nivel de gasolina marca casi el mínimo, se le olvida la novela por completo, porque lo que hay que hacer en esta vida es llenar el tanque cada semana. Mi decisión es partir y seguir subiendo por Tramuntana, en busca de los miradores que hay en Sóller y luego los de Escorca.

Cuando se nos mete en la cabeza ver algo, llegaríamos hasta donde fuera. Es imposible parar en el mirador de sa Casa Nova y no subir hasta la cumbre del acantilado. Intuimos lo que veremos, pero por nada del mundo dejaríamos de asomarnos. Es así. En cuanto nos encontramos con un rótulo de vista pintoresca, con aquella cámara antigua dibujada, no podemos evitar mirar lo que hay. Cúber y el Gorg Blau. Uno no se podría imaginar que en la Isla existen estos paisajes. Pero sí. Esta es nuestra agua. Y lo mejor de la vida tiene que estar en el mejor lugar, donde no podamos estropearlo. Los miradores son como las vitrinas que hay en las casas de las abuelas; de pequeños nos asomamos con cuidado a mirar las figuritas de porcelana y las tacitas de otros siglos. Y las abuelas dicen: míralo pero no toques nada. Yo lo entiendo de esta manera. Puede que incluso te encuentres con alguna silla de plástico abandonada, preparada para ponértelo fácil, o con un banco de piedra donde sentarte a tomar algo -o tal vez a fumar, que en este paraíso no te van a decir que no-. Y que coincidas con otros aficionados a las excursiones. Jamás hay que tocar nada.

Neus Canyelles