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Todo Occidente está preocupado por el ambiente de pre-guerra que se respira en la frontera líbano-israelí. Alrededor de 50 personas, muchos de ellos civiles, han fallecido en los últimos días en represalia por el secuestro de dos soldados israelíes por parte de milicianos del grupo chií libanés Hizbulá.

Israel, al igual que ocurrió con el secuestro de un soldado judío por parte de radicales palestinos, ha optado por practicar un castigo colectivo y adoptar una respuesta violenta y desproprocionada que afecta directamente a la población civil.

En esta ocasión ha destruido puntos estratégicos del Líbano, como el aeropuerto internacional de Beirut, y ha bloqueado los puertos del país en una escalada de violencia reiteradamente condenada por la Unión Europea. Israel ha elegido el camino de las represalias, una violencia injustificada (nunca lo es), y ha convertido su defensa en un «acto de guerra» que podría traer graves consecuencias políticas y humanitarias.

La presidencia comunitaria apremia a todos los países de la región a que hagan un esfuerzo para restaurar la calma, postura de la que se desmarca de nuevo Estados Unidos, justificando la reacción de Israel en un acto de defensa propia contra ataques terroristas. El presidente Bush aplaude la actitud israelita y aparca la posibilidad de reducir la violencia y la inestabilidad de la región por medio de una negociación o diálogo.

Lo cierto es que Oriente Medio vive un momento muy delicado. Israel insiste en que la ofensiva contra el Líbano continuará el tiempo necesario e Hizbulá amenaza con bombardear de inmediato la ciudad israelita de Haifa. Si la comunidad internacional no lo remedia, la guerra puede ser inmediata.