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La muerte de 56 civiles, 37 de ellos niños, a resultas del ataque perpetrado ayer por la aviación israelí contra la ciudad libanesa de Qana supone un punto de inflexión en el conflicto que enfrenta al Estado hebreo con las milicias terroristas de Hezbolá radicadas en el país del Cedro. Así parece haberlo entendido el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Kofi Annan, quien ha exigido sin ambages a los 15 miembros del Consejo de Seguridad una enérgica condena a la acción militar israelí. Por su firmeza e inmediatez, la reacción de Annan es digna de aplauso. Sin embargo, no es menos cierto que, en pos de salvaguardar el maltrecho crédito y dignidad de la organización que preside, a Annan no le quedaba otra salida que ésta. La ONU se juega algo más que su credibilidad en esta crisis: el Líbano no puede ni debe convertirse en un nuevo Kosovo. Y para que ello no ocurra, se tercia como condición sine qua non que el Consejo de Seguridad de la ONU exija el cese inmediato de las hostilidades y la autorización de ayuda humanitaria a las víctimas como medidas previas a la consecución de un acuerdo de alto el fuego permanente que contemple el fortalecimiento del Gobierno libanés frente a Siria e Irán, el desarme de Hezbolá y la ejecución de las resoluciones del Consejo de Seguridad. No cabe duda de que el inicio de los incidentes ha tenido su origen en la organización terrorista que alientan los Gobiernos de Damasco y Teherán, y que Israel tiene derecho a defenderse. No obstante, esta autodefensa no debe suponer un aval para causar la muerte de 19 adultos y 37 niños. Ni siquiera si desde la azotea del edificio donde se refugiaban estos civiles los terroristas de Hezbolá hacían llover misiles Katiusha sobre el norte de Israel.