Cinco días en la Vieja Habana son suficientes para darnos cuenta de que allí todo sigue igual.

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Ni Castro se muere, ni en los días que han seguido a su enfermedad y convalecencia pasa nada de extraordinario en Cuba, ni los periodistas son mal vistos siempre y cuando no se salgan de las normas establecidas por el partido.

La vida en Cuba post enfermedad del dictador sigue igual que siempre. El Gobierno controlando todo, y el cubano, con 400 pesos al mes, inventado y resolviendo para sobrevivir, eso sí, felizmente, -dicen- que gracias a Castro y su régimen tienen solventados de forma gratuita la comida y el médico. Y también la tranquilidad, pues allí no se mueve un papel sin permiso del que manda. Y quien diga lo contrario, o es que está pillado en la trena o, si es extranjero, está a punto de que le echen del país en el primer avión que parta hacia el suyo.

A decir verdad, Cuba, o mejor, La Habana, nos pareció la de siempre, y más viviéndola desde lo más profundo de la Vieja Habana, lejos del lujo de los hoteles de los europeos: en Cuba nos dio la impresión de estar viviendo en un gran campamento de boys scouts, en el que algunos pocos mandan y los demás obedecen; donde las consignas y las máximas aparecen por todas partes; en donde se recuerda constantemente a los que han hecho que estén todos donde están, estén vivos o muertos; en donde casi todos forman parte de un ejército de civiles, el CDR, prestos para intervenir ante cualquier emergencia, a palos si es necesario; donde aquello de el hambre agudiza el ingenio es sustituido por dos palabras mágicas que uno escucha constantemente: inventar y resolver, que no es más que descubrir cómo buscarse la vida y luego aplicar los medios para conseguirlo.

Mañana, y en días sucesivos, les contaremos cómo nos fue.