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A propósito de las últimas circunstancias en torno al juez Baltasar Garzón, su intervención en la instrucción de la causa por la presunta falsificación de un informe en el que peritos policiales relacionaban el 11-M con ETA, las críticas que el magistrado ha sufrido y su petición de amparo al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), se vuelve a poner sobre la mesa el asunto de la politización de la vida judicial en España. Es un tema recurrente al que, por el momento, no se ha encontrado una solución satisfactoria.

Y, bien es verdad que la elección de los órganos de control judiciales tiene lugar en el Parlamento, donde reside la soberanía nacional, donde se encuentran los representantes legítimamente elegidos por el pueblo. Pero eso no quiere decir que no se produzcan distorsiones y se ejerzan presiones indeseables que dejan en evidencia la sumisión al poder o, cuando menos, la notable influencia de éste y de determinados grupos de presión.

Los baremos para calibrar la validez de determinadas decisiones de los jueces varían en función de si la mayoría es progresista o conservadora en el seno del CGPJ, lo que resta credibilidad e independencia, que es lo mínimo que debemos exigir a la Justicia.

El sistema electoral español se caracteriza por un excesivo peso de los aparatos de los grandes partidos, sólo atentos al juicio de los ciudadanos cuando se convocan comicios. Esto afecta notoriamente a todas las esferas de la vida pública. La influencia del poder se extiende como un tumor indeseable.

Tal vez haya que modificar el funcionamiento de los órganos de gobierno de los jueces, pero no estaría de más plantear una reforma del sistema electoral que supusiera un avance en la profundización democrática incluyendo, por supuesto, las listas abiertas.