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La Habana. 06.35 de la madrugada. Amanece. Junto al malecón, frente a mi hotel, en plena ciudad vieja, la noche se desvanece poco a poco. La media docena de jineteras que se han estado buscando la vida se disponen a regresar a sus casas. Poco a poco el tráfico se va incrementando. La capital cubana, en su parte más antigua, recobra su ritmo habitual. Regresando a mi hotel me cruzo con un grupo de pescadores que, caña en ristre, sobre el muro del malecón intentan resolver el día, cuando menos con un par de barracudas con las que hacer la comida o vender sacándose con ello unos cuantos pesos. Resolver el día, ya digo. Porque como el salario (400 pesos al mes ó 20 dólares) no alcanza.

Habíamos llegado a La Habana al anochecer del día anterior, tras diez horas de vuelo. Nos habían dicho que a causa de la enfermedad de Castro, las medidas de seguridad se habían extremado. Empezando por el aeropuerto José Marti. Una vez en tierra, cruzamos sin problemas inmigración, pero al pasar por aduanas el vista me pidió el pasaporte y me dijo que me esperara. También al colega, que igualmente había pasado sin problemas.

El vista miró una y otra vez el pasaporte. Se lo mostró al compañero. «Un momento -dijo-, esperen ahí». Al rato regresaron portando cada uno un pasaporte. Nos preguntaron qué éramos. «Periodistas». A qué habíamos venido a Cuba. «De vacaciones». Dónde nos íbamos a hospedar. Cuándo dinero llevábamos encima...

Pedro Prieto (La Habana)