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Una de las figuras más prestigiosas de la jerarquía católica, el cardenal Carlo Maria Martini, se ha pronunciado recientemente en términos de apertura sobre un asunto acerca del cual el Vaticano viene manteniendo un secular hermetismo. Concretamente, ha propuesto que se inicie en el seno de la Iglesia una profunda reflexión sobre las diferencias existentes entre la eutanasia y el rechazo al encarnizamiento terapéutico. Al hacerlo, Martini inaugura la posibilidad de un debate que los tiempos modernos convierten en inevitable. Obviamente, el cardenal rechaza la eutanasia pero al mismo tiempo reafirma el derecho reclamado por la sociedad laica a que no se ignore la voluntad del enfermo. Las palabras del alto prelado no dejan lugar a duda: «La creciente capacidad terapéutica de la Medicina permite prolongar la vida en condiciones que hasta ahora resultaban impensables. El progreso médico es sin duda positivo. Pero, al mismo tiempo, las nuevas tecnologías exigen un suplemento de sabiduría para no mantener los tratamientos cuando dejan de reportar beneficio a la persona». La actitud abierta del que fuera arzobispo de Milán se produce en el marco de una sociedad italiana todavía conmocionada por el caso de Piergiorgio Welby, un enfermo que tras vivir nueve años conectado a un respirador artificial fue ayudado a morir por un médico el pasado mes de diciembre. Martini, consciente de que hasta entre la feligresía católica se levantan ya voces que exigen que el Vaticano suavice su tradicional postura de intransigencia al respecto, le podría estar prestando un gran servicio a la Iglesia. Basta comparar su postura serena y reflexiva con la del cardenal y arzobispo de Roma, Camillo Ruini, quien impidió que Welby tuviera un funeral católico, para advertir las diferencias que pueden separar a un catolicismo anclado en el pasado de otro que aspira a conservar su influencia social en el siglo XXI.