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o es ninguna novedad que el presidente de los Estados Unidos, George Bush, abogue por la continuidad de las tropas norteamericanas en Irak y por un incremento de los fondos destinados al avispero en el que se ha convertido aquel país. Pero sí es nuevo que lo haga después de que altos mandos militares comiencen a plantear la utilidad de la permanencia militar estadounidense allí, toda vez que el conflicto no hace más que alargarse más allá de lo que sería deseable y de que la intervención armada se haya mostrado poco útil para poner fin al terrorismo internacional de cariz integrista islámico.

Bush, en un nuevo intento de justificar sus decisiones políticas en este ámbito, comparó el conflicto iraquí con Vietnam y con la II Guerra Mundial. Esto último sólo se podría entender si se trata de hablar de la globalización de un conflicto bélico. Por lo que se refiere a Vietnam, es cierto que la sociedad norteamericana percibe la guerra de Irak de forma similar, como una auténtica sangría que siembra serias dudas en la mayor parte de los ciudadanos del país.

Es verdad que no se puede abandonar a los iraquíes en un momento en el que precisan ayuda, pero esto no significa que deban mantenerse tropas invasoras. Otra cuestión es que la comunidad internacional, a través de Naciones Unidas, abogara por la presencia de alguna fuerza de interposición.

Pero, por el momento, eso no pasa de ser una mera hipótesis de futuro y lo que se respira es el asfixiante ambiente de una ocupación militar que los iraquíes rechazan y que los ciudadanos estadounidenses perciben como lejana, sangrienta e inútil, sólo mantenida por el empecinamiento de Bush, que ha hecho de la guerra de Irak una bandera de su política internacional.