Pere Serra, Paul Preston, Carles Manera, Maria Antónia Munar y Francina Armengol. Foto: JOAN TORRES

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LAURA MOYÀ Durante la Guerra Civil, unos 1.000 periodistas cubrieron la contienda para medios de todo el mundo. Aquella experiencia marcó a la mayoría, que dejó de ser mero observador para participar en el horror, la tragedia y la aventura que toda guerra implica. Se convirtieron en creyentes de una causa que terminó en derrota y que tuvo un claro culpable: «La República perdió no por culpa de Stalin o Hitler, sino gracias a la decisión de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos de no intervenir». Así lo aseguró el historiador Paul Preston durante su conferencia en el Club que, bajo el título de Idealistas bajo las balas, el título de su último libro, abarrotó ayer noche el Teatre Municipal de Palma. Pere A. Serra, presidente editor del Grup Serra, se encargó de abrir el acto.

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Casi sin excepciones, esos 1.000 corresponsales terminaron «colaborando con la causa republicana», aseguró Preston. Para corroborar esta afirmación, el historiador introdujo fragmentos de biografías y memorias escritas por algunos de los periodistas que vivieron en primera persona la Guerra Civil y que ha recogido en Idealistas bajo las balas. Uno de ellos fue Louis Fischer, quien aseguró que «sólo un imbécil desalmado no podría haber congeniado con la causa». ¿Por qué? Porque «se estaba luchando por la supervivencia de la democracia y la civilización», según Preston.

Pocos llegaron a abandonar la pluma por las armas, aunque hubo alguno que sí que cambió sus ideales «derechistas por los izquierdistas». Otros fueron más allá y se involucraron con actos concretos. Hemingway, por ejemplo, donó una ambulancia, mientras otros organizaban el servicio de prensa de la República o ayudaban a repatriar a los brigadistas heridos. Los motivos fueron sencillos: «Sentían admiración por el estoicismo y la resistencia de la población republicana». Por eso, no se trataba sólo de escribir, sabían que estaban observando «el presagio de lo que le esperaba al mundo».

Ese sentimiento se topó con un factor con el que no se contaba: «La adopción de una política de no intervención en la Guerra Civil por parte de las principales democracias». De ahí que los corresponsales se vieran en la necesidad de «ejercer presión» en sus países. Algunos medios de comunicación como el Chicago Tribune variaban los artículos de sus periodistas, mientras grupos de presión católicos boicoteaban a otros de tendencias más liberales retirando la publicidad. La redacción de noche del New York Times, por ejemplo, era «fiel partidaria de Franco», por lo que «omitían material» importante.

La censura también formaba parte del día a día. Durante la contienda, tanto el bando nacional como el republicano sesgaron el trabajo de los periodistas. «En la zona de los rebeldes se realizaba un férreo control de los corresponsales, que solían estar alejados del frente». Si se saltaban las reglas, «eran expulsados e, incluso, encarcelados». En el otro sector, había «una mayor libertad de movimientos» y se les permitía «ver las cosas con sus propios ojos».

En el fondo, los periodistas quisieron «formar la opinión pública de las democracias», algo que no pudieron lograr. Sin embargo, sus vivencias conforman «el primer borrador de aquella historia», que ha abastecido a los historiadores. Sus relaciones con la censura también han permitido ver las diferencias entre los dos bandos, mientras que la táctica empleada por los gobiernos de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos confirma lo que para Preston es una verdad incuestionable: «Ayudaron a que los rebeldes ganaran la contienda». Su neutralidad no fue tal, sino que «limitaron la capacidad de defenderse de la República» al negarse a venderles armas, «algo por aquella época bastante común entre gobiernos legítimos», y al no querer implicarse.

Aun así, su trabajo no fue en balde. «Gracias a los periodistas, millones de personas acabaron por sentir que la lucha por la supervivencia de la República era también suya». Y, además, esa lucha se convirtió en «un elemento de esperanza» en una «época gris y finita».

La frustración hizo acto de presencia una vez terminada la contienda. Una frustración que no hizo que nadie cambiara de opinión, «todos mantuvieron la convicción de que habían formado parte de una contienda importante», por el efecto emocional que causó entre los corresponsales. Precisamente, para describir esa sensación, Preston utilizó las palabras de la escritora Josephine Herbst para finalizar su intervención: «Mi vida acabó en España. El resto ha sido una imagen ensombrecida de lo que ocurrió. Esa época es mi tesoro escondido».

Después llegó el momento de las preguntas del público, centradas, sobre todo, en si en la actualidad hay que eliminar de las ciudades los monumentos de la época franquista. El historiador se mostró en contra de hacerlo, aunque sí detalló que «hay que explicarlos». También se trató brevemente el tema de los maquis o el de un general mallorquín que defendió al general Batet, fusilado por Franco. Y, para terminar, recordó, una vez más, el «nivel de cinismo» de los gobiernos democráticos, que no apoyaron a un gobierno legítimo.