Imagen de un botellón en Palma. | E.Q.

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Yo iba por la primera línea de la playa de Palma cuando vi a un grupo de trileros engañando a unos turistas. Seguí caminando normalmente con la fortuna de que apenas unos metros más adelante me encontré con una pareja de policías locales a los que les dije dónde estaban los infractores. Los policías me agradecieron la información y se dirigieron en dirección a donde estaban los trileros. Sin embargo, en el cruce anterior se desviaron, dejando que el fraude continuara normalmente. Yo me quedé sorprendido y a la vez entendí por qué veinte, treinta o cuarenta años después de que nuestras autoridades le declararan la guerra a estos engaños, todo sigue igual. O, tal vez, hemos ido a más.

Estos días vemos cómo miles de jóvenes se desmadran completamente en sus comportamientos, creando una profunda crisis en la política sanitaria y en la imagen exterior del Archipiélago. Toda la prensa del país dedicó el fin de semana a hablar de Mallorca, aunque no precisamente con elogios. Conociendo esto, este sábado por la noche, miles de chavales se concentraron en el Polígono de Son Castelló, en un macrobotellón absolutamente ilegal. Este periódico publicó que la Policía Local, conocedora de la reunión, dijo que no acudiría para evitar enfrentamientos y tensiones.

Si como resultado de esta inhibición se produjera un aumento de los casos de coronavirus, si perdiéramos la modesta normalización de la actividad turística que podría tener lugar en julio, ¿quién responde de esta inhibición policial?

Esta semana, una noticia de prensa decía que uno o varios delincuentes robaron una bicicleta eléctrica, valorada en 3.500 euros, propiedad de la Policía Local de Palma, de delante de la comisaría del distrito Centro. El hecho carece de interés salvo por su tremendo simbolismo: nuestras autoridades han perdido de tal manera su capacidad de mando, que los delincuentes roban a la propia policía en su sede. Una vez comprobada la sustracción, me imagino al policía preguntándose si valía la pena denunciarlo, sabedor de la impotencia con la que opera el cuerpo al que pertenece. Para el resto de los ciudadanos, la pregunta que emerge es con qué actitud puede uno ir a interponer una denuncia cuando ni ellos mismos son capaces de protegerse.

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La cuestión es mucho más grave cuando se observa que históricamente ha habido incontables indicios de connivencia entre la propia policía y empresarios desaprensivos, dispuestos a hacerse con el control del mercado del ocio nocturno. Los procesos penales han destapado situaciones totalmente bochornosas, impropias de una democracia en la que la policía cumple su función de proteger a aquellos a quienes ampara la ley.

Uno de los servicios públicos fundamentales en cualquier democracia es la protección policial. Desgraciadamente, en la sociedad siempre hay quien incumple con las normas elementales de convivencia, por lo que es fundamental este amparo. Lo es ante el engaño de los trileros, ante quienes roban bicicletas, pero también lo es ante quienes incumplen las normas contra el coronavirus y nos condenan a la enfermedad o a la pérdida del turismo.

Los demagogos siempre dirán que la policía es represión y eso es deplorable. Sin embargo, la ley se ha diseñado para proteger a los débiles, para garantizarles un marco de convivencia seguro. Cada vez que la policía se inhibe, no sabe o no contesta, está permitiendo que alguien se vea atropellado en sus derechos. Por ejemplo, en su derecho a que se luche contra el virus, a que tras los esfuerzos de estos meses podamos tener algo de turismo, a que podamos transitar libremente por los polígonos de Palma, a no tener que pagar cantidades exorbitantes por limpiar lo que otros destrozan.

Ciertamente, da vergüenza tener que recordar que en una democracia la ley es una herramienta para amparar a los débiles poniendo coto a los que abusan de su poder o que se amparan en el anonimato de la muchedumbre, y no un instrumento de represión y opresión.

Desgraciadamente, el resultado de lo que vemos es que Baleares es un territorio sin ley en el que paradójicamente los políticos dicen que somos «un lugar seguro». Si nos sinceramos, hemos de reconocer que nuestros chavales, los que vienen en viajes de estudios, las mafias de la economía informal que pululan en las zonas turísticas y una parte importante de los turistas que nos visitan están felices de que aquí no haya ley. Es lo que nos diferencia.