Agentes de la Policía Nacional realizan un control de tráfico con motivo del confinamiento. | Efe

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Tres años han pasado ya, o toda una vida, desde que aquel sábado, 14 de marzo de 2020, el Consejo de Ministros aprobara un estado de alarma que permitiría restringir la movilidad de la población por causa mayor. Tres años de una semana en la que las noticias caducaban a las pocas horas de producirse; en que la COVID lo fue tomando todo (televisiones, colegios, hospitales...).

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Tres años desde que se decidió poner el foco para iluminar la expansión silenciosa de un virus que nadie conocía, cuando ya estaba en todas partes. Qué fácil ver los errores con la perspectiva del tiempo y qué difícil fue manejar una situación que llevó a todo el mundo bajo el mismo umbral: el del miedo. Temor a un virus letal y temor a lo desconocido porque nunca antes se había vivido una situación similar, a nivel global, y con una retransmisión 24 horas que abusaba del vocabulario bélico.

Han pasado tres años desde que España echara el freno de mano y pidiera téntol dejando actuar al personal esencial. Confinar a la población fue una medida criticada pero valiente en un contexto en que todavía se hablaba de la recuperación económica de la crisis anterior. Más difícil de entender fue la cascada de decisiones. Un domingo se celebraba el multitudinario 8M en la calle y el viernes anunciaban el cierre de los colegios a cal y canto. «Saldremos más fuertes», nos dijeron subiendo el volumen de Resistiré. Pero muchos ni siquiera salieron. Tres años después dan para un buen balance: ganó la ciencia, ganó la sociedad. Aunque somos más egoístas, más pobres, con una peor salud mental y sobre todo, muchos menos.