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«Yo estoy bien y tú, ¿como estás? ¿Están bien todos?». Cubierto con una manta, con las manos y cara llenos de rasguños y manchas de betadine, el desinfectante con el que le habían curado los médicos del Samur, Ignacio Lomas no paraba de contestar las llamadas que llegaban a su móvil. Sus compañeros de oficina se interesaban por su salud, ya que él había sido uno de los heridos por los cristales que saltaron cuando explotó el coche bomba.
Un poco más allá, y también procedentes del Bull, Lucía Artero y Gonzalo Ponce nos contaban que «tras desalojar el edificio, como estaba ya todo lleno de policías, nos dijeron que nos concentráramos en algún sitio, así que nos fuimos al parque de detrás y estuvimos allí hasta ahora, a la intemperie y muertos de frío». Gonzálo fue de los que salieron en camisa e intentaba protegerse de la helada mañana cubriendo sus hombros con una pequeña bufanda. «Cuando escuché el primer ruido creí que era un petardo, pero al ver que los cristales y el cemento saltaban por los aires comprendí que era una bomba», aseguraba ya más tranquilo. En su oficina también tuvieron que desalojar rápidamente. «Pasamos mucho miedo, susto y hubo un poco de histeria porque no sabíamos qué sucedía», añadía Lucía.
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