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JOSÉ MIGUEL BLANCO-MADRID
Parece no estar cercano el día en que un aspirante a presidir el Gobierno de España cierre la noche electoral en la que tiene puestas todas sus esperanzas con una victoria como la conseguida el 28 de octubre de 1982 por Felipe González. Los 202 escaños que le abrieron las puertas del Palacio de la Moncloa se antojan como algo añorado e inalcanzable para el PSOE o para el PP en el momento de cumplirse el XXV aniversario de un triunfo que muchos historiadores han considerado como el verdadero final del franquismo.

Por méritos propios o por deméritos ajenos -especialmente en este caso por las tensiones internas que hicieron que la UCD se disolviera en las urnas como un azucarillo-, Felipe González culminó ese día un camino que inició ocho años atrás en la localidad francesa de Suresnes, cuando se aupó a la secretaría general del PSOE.

El 'Isidoro' de esa etapa de la clandestinidad fue modulando discurso y programa, dejó atrás el marxismo, y se rodeó de fieles que conformarían el núcleo duro de su Gobierno y del partido. González impuso un cambio al PSOE y consideró que el cambio era lo mejor que podía ofrecer a una sociedad que en pocos años había vivido un aluvión de acontecimientos políticos y que aún no se había sacudido el sobresalto del 23-F.

Ese lema en favor del cambio caló en los españoles, que acudieron a las urnas para avalar de forma arrolladora el inicio del «felipismo», y, al mismo tiempo, para sentar las bases de la alternancia política y para certificar, además de la práctica desaparición de la UCD, la jubilación política de Santiago Carrillo después de que el PCE viese reducida a cuatro escaños su representación parlamentaria.

González se valió de su carisma para ilusionar con la esperanza de que se convirtiesen en realidad promesas como la extensión de la educación gratuita y de la sanidad, la celebración de un referéndum para decidir si España abandonaba la OTAN, o la creación de 800.000 puestos de trabajo. Hay un balance de luces y sombras a la hora de enjuiciar el cumplimiento de esos compromisos iniciales y de los muchos otros que los socialistas fueron desgranando a lo largo de sus casi catorce años en el poder y en los que no faltaron sonoros casos de corrupción que dañaron especialmente la imagen del partido.

Catorce años que empezaron la noche en que el sevillano abogado laboralista se asomó junto a Alfonso Guerra a uno de los balcones del Hotel Palace de Madrid para saludar a los militantes y simpatizantes que se habían dado cita en sus alrededores para celebrar la victoria en las urnas. La imagen (la fotografía que acompaña esta crónica) fue la primera instantánea del tándem tras conocerse el triunfo del PSOE.

La «santísima dualidad» -como llegó a calificar el asesinado ministro socialista Ernest Lluch a la pareja política González/Guerra- manejó con comodidad Gobierno y partido, pero no habría dado crédito si alguien le hubiera predicho el recorrido político de alguno de sus compañeros en el primer Gabinete socialista, como Miguel Boyer.