La carnicería Can Jaume. | Jaume Morey

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Jubilarse es para muchos sinónimo de felicidad. El final de la vida laboral y el inicio de una etapa vital en la que se cultivan pasatiempos o se dedica más tiempo a la familia. Sin embargo, la jubilación puede significar para algunos pequeños empresarios un verdadero quebradero de cabeza, ya que muchas veces no tienen a quien pasar el testigo y se ven obligados a cerrar, vender o traspasar el negocio.

Jaume Aguiló, propietario de la carnecería Can Jaume, aún no piensa en la jubilación, pero ya está preparando. Recientemente ha venido uno de los locales que posé en el Mercat de l’Olivar, porque «nos hacemos mayores y mi mujer no quiere trabajar tanto», bromea. Con la venta del local, el matrimonio se desprende así de uno de sus bares, pero sigue manteniendo el puesto de legumbres cocidas que hay justo al lado; otro bar en el mismo mercado y la carnicería. Con casi un siglo de vida, la carnicería Can Jaume lleva abierta desde 1927. Jaume lleva trabajando allí 52 años con su padre y tío y desde 2003 está al frente del negocio como único propietario. «Sólo tengo una hija, que es maestra, tiene plaza fija y no creo que quiera venir aquí a trabajar, por eso estoy buscando a gente para que lleve la carnicería. Alguien que sea profesional, con compromiso, que se implique», apunta.

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Jaume Aguiló.

Un objetivo que también persigue Bernat Mestre, propietario de la Panadería Pastelería-Bollería Mestre: «Llevo dos años intentando traspasarla pero no hay nuevas generaciones que conozcan el oficio, los que vienen son ayudantes y no saben nada». Hace 42 años que abrió su pastelería, junto con su mujer, en la calle Desbach y una cafetería en la calle Blanquerna. «Quiero dejárselo a alguien que siga la trayectoria, me sabe muy mal que un negocio que funciona y da trabajo a siete u ocho personas se vaya al garete», dice Bernat. Y es que, el negocio trabaja en cadena, los productos caseros se hacen en el horno de Desbach y una parte se lleva al local de Blanquerna que sirve de punto de venta: «Por allí pasa mucha gente, es una mina». Señala que ha tenido interesados, pero que ninguno cumplía con las condiciones del traspaso: «Aguantaré todo lo que pueda, llevo ocho años esperando para operarme de una pierna y aún no he podido».

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Bernat Mestre.

Catalina Bauzà y su hija Marga también saben sobre interesados que ponen pegas con los precios del traspaso. Catalina abrió con su marido Juan la Cafetería Croassantería Rubí, en la calle homónima, hace 25 años: «Mi marido murió hace un año y mi hija no quiere seguir con el negocio, así que me prejubilaré porque ya estoy muy cansada y no quiero contratar personal porque siempre hemos sido un negocio familiar». «Tengo dos niños pequeños y conciliar con un bar es muy complicado, además no quiero ser autónoma», apunta Marga. «Han salido muchos voluntarios para quedarse el local pero el problema que tenemos es la falta de liquidez. No quieren pagar lo que pedimos», explica Catalina. «Había unos chicos de Madrid interesados y se echaron para atrás en el último momento», dice Marga. Su especialidad es la comida mallorquina: «Nos gustaría que nuestra esencia perdurase, pero sabemos que es muy difícil», añade.

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Catalina Bauzà.

Otra que dice adiós definitivamente es Marién Fernández, que aún no sabe qué pasará con su peluquería, pero que de momento estará cerrada. «Como tengo un mes aún para hacer y deshacer y vender los muebles, espero que venga alguien y se lo quede», expone Marién. En su caso, no es la falta de vocación lo que le impide pasarle el testigo a sus hijos: «Tengo dos hijos, pero los dos son peluqueros. Uno tiene tres barberías y el otro tiene una peluquería y los dos dicen que con lo que tienen les basta». Marién tiene contratadas a dos empleadas que tienen una antigüedad de más de 20 años, lo cual está dificultando a esta propietaria en alquiler traspasar la peluquería, ya que la ley obliga al nuevo dueño a contratar a los trabajadores más antiguos si se mantiene la misma actividad. Una norma que echa para atrás a muchos, ya que prefieren contar con su propio personal. «Tengo a una chica interesada en el local, pero no quiere tener a mis empleadas y de las dos con más antigüedad no se lo queda ninguna; una porque se jubila en dos años y otra porque no quiere estar al frente», lamenta.

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Marién Fernández.

Se podría decir que la Peluquería Marién ha muerto de éxito. Desde que levanta la persiana a las 09.00 horas hasta las 18.00 horas el trajín de señoras que pasan por ahí para acicalarse y arreglarse el pelo es continuo. Como en muchos otros negocios, el trabajo es agotador, por ello las empleadas no quieren relevar a Marién: «Dicen que están cansadas, que se van al paro y que de momento van a descansar», sentencia. A no ser que la suerte cambie, parece que Marién echará la persiana en octubre tras 37 años con su propia peluquería y 50 entre secadores.