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Manuela Fernández tiene 42 años y un hijo, Diego, de 22 años, que padece esclerosis múltiple. La enfermedad de Diego le tiene completamente inmovilizado y le obliga a estar conectado a una máquina de respiración artificial. Manuela y Diego están solos. «Mi marido se marchó, tengo otro hijo que no puede hacerse cargo de la situación», explica Manuela, que está de baja por depresión.

Manuela es quien se encarga de cuidar a su hijo, que necesita vigilancia las 24 horas del día. No obstante, pronto le darán el alta y su problema radica en que entonces no tendrá con quién dejar a Diego. «Sólo pido un poco de humanidad y si para nosotros no la hay quiero luchar para que el día de mañana la gente con este mismo problema tenga ayudas. En Mallorca, no hay ninguna institución ni entidad donde yo pueda dejar a mi hijo e irme a trabajar tranquila, sin la angustia que me produce dejarlo solo», dice Manuela, para quien las «únicas ayudas» que le sirve el Ajuntament «no son suficientes».

Una de las soluciones que les da el médico de cabecera es enviar al chico durante una temporada a la clínica San Juan de Dios de Palma. No obstante, Manuela tiene claro que no quiere deshacerse de Diego. «Mi hijo no me molesta, él es mi vida», afirma. Para ella, San Juan de Dios «un lugar con ancianos y enfermos» no es lugar para Diego. «Allí se deprimiría porque tiene la cabeza muy clara, es muy inteligente», dice.

«En ningún sitio va a estar mejor que en su casa, lo único que queremos es un poco de ayuda y menos hipocresía», añade Manuela , que critica que las instituciones se movilicen «por el Tercer Mundo, olvidando que aquí también hay miseria».