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MIQUEL SERRA
Es normal que Pedro J. Ramírez y Àgatha Ruiz de la Prada se aferren con uñas y dientes a la piscina que está situada delante de su casa: pagaron 50 millones de pesetas por ella. Pero condicionaron una tercera parte del pago a que la antigua propietaria, Giuliana Arioli, consiguiera renovar los permisos concedidos por la administración franquista en 1974, y que habían caducado hacía quince años. La benevolencia del Ministerio de Medio Ambiente para regularizar todo aquello fue grandiosa.

El periodista madrileño y la diseñadora adquirieron en 1999 el chalet de la Costa dels Pins por 175 millones de pesetas a la señora Arioli. Se trata de un buen precio por una propiedad de 1.500 metros cuadrados situada en una zona exclusiva y en primera línea del mar, máxime si se considera que la escritura pública registra una vivienda con cinco dormitorios y cuatro cuartos de baño construidos en dos plantas; o cuando los precios que se pedían entonces en la zona no bajaban de los 300 millones de pesetas.

Sin embargo, los compradores valoraron la piscina, el solárium y el pequeño embarcadero, situados en el dominio público, al alza: 50 millones de pesetas. Pero en el momento de la compraventa, Ramírez y de la Prada sólo desembolsaron 35 millones, y condicionaron el pago del resto a la «transferencia formal de la concesión del dominio previamente obtenida por la vendedora» antes de cuatro años. La Ley de Costas de 1988, en el artículo 70.2, prohíbe expresamente la transferencia de las concesiones, algo inadvertido por las partes, notario incluido.

Dos años después de aquella escritura, en 2001, Giuliana Arioli consiguió una nueva concesión aunque, eso sí, para un uso de carácter «general, público y gratuito». Para ello, el Ministerio aseguró que tapar la construcción con tierra habría afeado la zona -en otros casos concretos de Mallorca no se ha considerado lo mismo- y que la propietaria había pagado durante once años el canon por la licencia caducada. Como sabe cualquiera que esté un poco familiarizado con las leyes, un pago erróneo a la Administración no da otro derecho que exigir su devolución.

Ya que estaba, la orden ministerial que regularizaba aquella situación hubiera podido reservar zonas para uso «privado». Pero hacerlo hubiera costado 150.000 pesetas mensuales a Ramírez, en lugar de las 15.000 por el uso «general». De hecho, nadie tenía por qué enterarse de que aquellos 350 metros cuadrados de costa eran públicos. La orden ministerial sigue sin ser publicada aún hoy en el BOE, como es preceptivo por el artículo 146.12 del Reglamento, y nadie tenía por qué leer la hoja del Registro de Propiedad que dice: «La finca invade el dominio público martítimo terrestre provisional». Además, el Ayuntamiento de Son Servera ya se ocupaba de que en el camino público que conduce hasta la piscina crecieran pinos, se amontonaran ramas y escombros, y no fuera limpiado por la brigada municipal; y los muros elevados, las barandas metálicas y los guardias de seguridad hacían su efecto disuasorio.

Todo ello, hasta agosto pasado, cuando el Lobby denunció la piscina marinera que aparecía a todo color en las revistas de moda. Fue entonces cuando desde Madrid se ordenó que la Guardia Civil vigilara la zona día y noche, porque allí vivía una persona amenazada por ETA.

A nadie debe sorprender, pues, que Pedro J. Ramírez pida ahora al Gobierno socialista que revoque la concesión y le dé, a él, otra para uso «privado». Aduce que es objetivo de los terroristas, sin caer en la cuenta de que lo más sensato para protegerse sería vallar su parcela allá donde termina, costa adentro.

Aferrado con uñas y dientes a la piscina, Giuliana Arioli ha contratado a Ramírez como su «gestor». El periodista tiene, por tanto, «obligaciones muy concretas», como aclaró su propio diario: «el mantenimiento, limpieza y seguridad» de una piscina pública. Ridículo, como pagar 50 millones a la señora Arioli por una concesión de imposible cumplimiento.