El periodista madrileño y la diseñadora adquirieron en 1999 el
chalet de la Costa dels Pins por 175 millones de pesetas a la
señora Arioli. Se trata de un buen precio por una propiedad de
1.500 metros cuadrados situada en una zona exclusiva y en primera
línea del mar, máxime si se considera que la escritura pública
registra una vivienda con cinco dormitorios y cuatro cuartos de
baño construidos en dos plantas; o cuando los precios que se pedían
entonces en la zona no bajaban de los 300 millones de pesetas.
Sin embargo, los compradores valoraron la piscina, el solárium y
el pequeño embarcadero, situados en el dominio público, al alza: 50
millones de pesetas. Pero en el momento de la compraventa, Ramírez
y de la Prada sólo desembolsaron 35 millones, y condicionaron el
pago del resto a la «transferencia formal de la concesión del
dominio previamente obtenida por la vendedora» antes de cuatro
años. La Ley de Costas de 1988, en el artículo 70.2, prohíbe
expresamente la transferencia de las concesiones, algo inadvertido
por las partes, notario incluido.
Dos años después de aquella escritura, en 2001, Giuliana Arioli
consiguió una nueva concesión aunque, eso sí, para un uso de
carácter «general, público y gratuito». Para ello, el Ministerio
aseguró que tapar la construcción con tierra habría afeado la zona
-en otros casos concretos de Mallorca no se ha considerado lo
mismo- y que la propietaria había pagado durante once años el canon
por la licencia caducada. Como sabe cualquiera que esté un poco
familiarizado con las leyes, un pago erróneo a la Administración no
da otro derecho que exigir su devolución.
Ya que estaba, la orden ministerial que regularizaba aquella
situación hubiera podido reservar zonas para uso «privado». Pero
hacerlo hubiera costado 150.000 pesetas mensuales a Ramírez, en
lugar de las 15.000 por el uso «general». De hecho, nadie tenía por
qué enterarse de que aquellos 350 metros cuadrados de costa eran
públicos. La orden ministerial sigue sin ser publicada aún hoy en
el BOE, como es preceptivo por el artículo 146.12 del Reglamento, y
nadie tenía por qué leer la hoja del Registro de Propiedad que
dice: «La finca invade el dominio público martítimo terrestre
provisional». Además, el Ayuntamiento de Son Servera ya se ocupaba
de que en el camino público que conduce hasta la piscina crecieran
pinos, se amontonaran ramas y escombros, y no fuera limpiado por la
brigada municipal; y los muros elevados, las barandas metálicas y
los guardias de seguridad hacían su efecto disuasorio.
Todo ello, hasta agosto pasado, cuando el Lobby denunció la
piscina marinera que aparecía a todo color en las revistas de moda.
Fue entonces cuando desde Madrid se ordenó que la Guardia Civil
vigilara la zona día y noche, porque allí vivía una persona
amenazada por ETA.
A nadie debe sorprender, pues, que Pedro J. Ramírez pida ahora
al Gobierno socialista que revoque la concesión y le dé, a él, otra
para uso «privado». Aduce que es objetivo de los terroristas, sin
caer en la cuenta de que lo más sensato para protegerse sería
vallar su parcela allá donde termina, costa adentro.
Aferrado con uñas y dientes a la piscina, Giuliana Arioli ha
contratado a Ramírez como su «gestor». El periodista tiene, por
tanto, «obligaciones muy concretas», como aclaró su propio diario:
«el mantenimiento, limpieza y seguridad» de una piscina pública.
Ridículo, como pagar 50 millones a la señora Arioli por una
concesión de imposible cumplimiento.
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