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Quienes por vivir fuera del valle visitan de vez en cuando Sóller, en esta primera década del segundo milenio, han de sentir, por poca sensibilidad que tengan, ya sea sana indignación o triste vergüenza ajena ante el deprimente espectáculo de la paulatina desaparición o creciente abandono de sus naranjales. Tal brote de dejadez es un toque de alarma para todo aquel que conserve algo de amor por estos suelos de feraz naturaleza, harto generosos para compensar los sudores de nuestros abuelos, como hechos a propósito para el cultivo de agrios, con una red de regadío que ha sido ejemplar durante casi tres siglos en ese entramado de producción.

El celo ardiente, la eficacia suma han ido perdiendo fuerza y hoy se agitan los ánimos de quienes nada pueden hacer a la vista de esas malolientes esteras de bolas de oro que se pudren al sol con la excusa de que la agricultura de los agrios ya no es rentable.

Se dirá que cada uno hace de lo suyo lo que quiere. Que nadie puede intervenir en lo ajeno. El problema ajeno, la propiedad ajena, la conveniencia ajena. Pero resulta que nada no es ajeno y que la propiedad tiene sus límites. Como cientos de poetas y artistas han sabido expresarlo, el naranjo es el espíritu ancestral de Sóller, la esencia de su paisaje, el símbolo de su historia y la historia de su heráldica. Un naranjal abandonado perjudica el paisaje común, un patrimonio natural que ha traído a la zona toda suerte de viajeros desde la época de Jovellanos. El naranjo es tan emblemático para Sóller como la palmera lo es para Elche o el cerezo para el Valle de Jerte. La diferencia es que en el municipio alicantino del «Miracle», se sanciona a todo aquel que arranque una palmera o la deje morir por abandono. Allí es, por decirlo de algún modo, una especie vegetal protegida. Y en Sóller se debería actuar de modo semejante, mentalizando al agricultor en este sentido y darle, desde los poderes públicos, nuestro apoyo. Eso significaría, ni más ni menos, querernos y respetarnos. Porque quererse y respetarse ocasiona el cuidar con recelo el patrimonio común. Nada más trágico que estos naranjos sin vida o mortalmente enfermos que muestran sus ramas desnudas y como calcinadas. Todo lo contrario de lo que vieron, admiraron y aún envidiaron todos aquellos visitantes ilustres de permanente recuerdo: Bernareggi, Rusiñol, Hubert, Puigdengolas, Castellanas, Ventosa...que junto a glorias locales, Pizá, Ramis, Celià, inmortalizaron en sus telas esos paisajes y esos huertos. ¿Acaso hemos de mirar todas estas obras de arte como reflejo de algo que un día existió para desaparecer en esta época gris y confusa, de grandes especulaciones inmobiliarias y enriquecimientos ocasionales. Són colores y volúmenes que el observador acabará dudando que en alguna ocasión habían sido reales. Claro está que los agricultores, los que asumen grandes fatigas y alcanzan pocas rentabilidades deberían tener también sus incentivos, su premio a la labor en pro de este cultivo esencial, quizá un galardón anual para aquellos huertos que pudieran considerarse modélicos en el entorno y que aportasen, por lo tanto, a la causa común, que es el patrimonio natural, su cuota correspondiente de belleza. Belleza ampliamente elogiada por tantos poetas y escritores de clásica consideración. Allí estuvieron glosando la estética del valle, Azorín, Blasco-Ibáñez, Josep Pla, Rubén Darío, Tastu, Vuilliers, Laurens, Cortada, Ribió i Ors, Vargas Ponce, Sant-Sauveur, Bridgeman, Carr...y toda una legión de plumas notables, todas las cuales coinciden en afirmar que gran parte de la belleza sollerense se debe a sus naranjales, irreemplazables, y hasta Charles Wood, con un toque de categoría romántico, la eleva a «paraíso terrenal», que ya es decir. Y otro personaje británico, una dama ilustrada, mistress Bellingham, no duda, a mediados del siglo XIX, en escribir apasionadamente, que Sóller «es un anfiteatro de montañas accidentadas y rocosas que inunda el carmesí del sol poniente, mientras que sus osadas cumbres peñascosas se definen nítidamente contra un cielo azul de brillo intenso, elevándose hasta una altura imponente. Abajo reposa el rico valle de Sóller con los huertos de limoneros y naranjos floridos, atravesados por senderos a la sombra de sus frondosos ramajes, y donde no falta la higuera ni el cactus amarillo.»

Abandonar los naranjales, dejar que los árboles enfermen y mueran, convertir en erial lo que ha sido vergel es algo que clama al cielo. No obstante, hay algo de culpa compartida en todo ello. Como dice el refrán «camarón que se duerme, se lo lleva la corriente» y la triste imagen de unos brazos caídos vale por todo un discurso. La falta de medios, la falta de dinero, la falta de incentivos, la falta de interés... llevan irremediablemente al agotamiento moral y físico. De ahí a la total indiferencia sólo hay un paso. A partir de ahí sobran hasta las palabras.