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EFE-EL VATICANO
Pocas veces en la historia moderna de la Iglesia católica se ha unido tantas y tan dispares voluntades para dar un mismo testimonio, como ocurrió ayer en la Plaza de San Pedro durante la beatificación de la madre Teresa de Calcuta.

Gentes de todo tipo y condición, de todas las razas y religiones, incluidos muchos de los llamados no creyentes, llenaron la explanada vaticana y sus aledaños para asistir a la proclamación de una beata a la que la mayoría hace tiempo que considera «santa».

Esas 300.000 personas, que siguieron de cerca y de lejos la larga ceremonia, estaban movidas por un sólo anhelo, por una plena identificación con el ejemplar milagro de la menuda monja albanesa que dio esperanza y consuelo a los pobres más pobres del mundo.

«Nadie despierta más admiración hoy en día que la madre Teresa, incluso entre personas que no son católicas, ni siquiera religiosas», afirmó Esther, una joven estudiante española, llegada a Roma para la beatificación junto a un grupo de compañeros de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Como Esther fueron miles los jóvenes que participaron en la ceremonia, en un día finalmente soleado, después de la lluvia caída en la noche y en la madrugada anterior, que amenazaban con deslucirla.

Había muchos jóvenes, pero también muchos niños con sus padres adoptivos, que querían dar testimonio de una de las empresas de las Misioneras de la Caridad, como los cuatro chavales que vigilaban de cerca Giovanni y Loredana, dos napolitanos con dos hijos propios, que decidieron adoptar otros dos.