Imagen de Mónica Fonteseca Santamaría. | R.D.

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Mónica Fonteseca Santamaría, de formación secretaria internacional –«aunque nunca he ejercido como tal», dice–, vive en Santander, pero también residió en Mallorca durante años, «a donde suelo regresar cuando puedo».

Días atrás, echando un vistazo a Facebook, entramos por casualidad en su muro, encontrándonos con algo que cuando se escribe es porque sale del alma, porque se lleva muy dentro, y un día, por lo que fuere, emerge. Sin más.

¿Que sobre qué escribió? Sobre las personas que se mueren cogidas a su mano.

Lo leímos varias veces y, aparte de que está muy bien escrito, nos encantó cómo lo describe, como si fuera algo de lo más normal y natural de este mundo. Como si estuviera al alcance de todo el mundo… Que tal como lo cuenta, lo está. Pasa que no todos nos atrevemos. Vean.

«He visto el rostro de la muerte en innumerables ocasiones. En primera persona, siendo demasiado niña, pero con la lucidez de un adulto, solté su mano huesuda y fría. Pasaron los años, no demasiados, y los hospitales se convirtieron en mi segunda casa, cuidando y despidiendo a conocidos y extraños. He cuidado de muchísima gente hasta el final de sus días. He formado parte de familias ajenas, unidas por el dolor de la despedida. Eso no me hace ser ni mejor, ni peor persona que otros. Simplemente, no me asusta agarrar la mano de aquél que se despide y dedicarle una sonrisa. Hoy en día la gente se muere sola. La mayoría. Las familias huyen ante las pérdidas y prefieren que un extraño se encargue de aliviar su sufrimiento. No les culpo ni critico, ya que la negación ante lo evidente y el propio duelo lo lleva cada uno como quiere o puede.

Sin embargo, yo he sido afortunada con todos mis amigos pacientes. Me han regalado y enseñado tanto sobre la vida cuando estaban perdiendo la suya, que solo puedo estarles agradecida. Me han dedicado sonrisas, miradas tiernas, caricias, conversaciones lúcidas antes del canto del cisne, llenado de besos mis mejillas....

Hoy, por circunstancias ajenas a mi voluntad, he vuelto a mirar a los ojos de otra solitaria y asustada cara que buscaba, aterrorizada, compañía. He cogido su mano y, en silencio, y con mi mejor sonrisa, me ha mirado con la vista nublada y velada, y ha partido tranquilo, en compañía. Cargo sobre mis espaldas una mochila repleta de almas bonitas».

Naturalmente, llamamos a Mónica a Santander. Está algo pachucha, padece algo de fibromialgia, pero le pone buena cara al mal tiempo.

Le hablamos de su escrito diciéndole que nos ha sorprendido que hable con tanta familiaridad de la muerte y de los que ésta se lleva, cogidos a su mano, regalándole su última sonrisa y ella, a su vez, a ellos.

«Empecé con esto por casualidad. Un día –rememora–, estando en el bar que hay en la plazoleta de la Misericòrdia traduciendo a unos australianos, una señora que conocía me pidió que si quería hacer compañía a su padre, que se estaba muriendo, y le dije que sí. A aquel señor le estuve acompañando hasta el día que murió, estando yo con él. Como cuando iba a verle fui conociendo a más personas que acompañaban a enfermos, algunas me pedían si les podía hacer compañía, incluso me ofrecieron dinero por eso. Y como me gustaba estar con ellos, y si encima ganaba algo, pues mejor. Con el tiempo, entre enfermos y familiares, fui haciendo más amigos, dándome cuenta de que a algunas personas, tal vez porque le tienen miedo a la muerte, acompañar a un familiar moribundo les supera, buscan a alguien que ocupe su lugar. Aunque lo entiendo, yo, la verdad, no dejaría que un familiar mío muriera así, sino que estaría con él, acompañándole hasta el final. Son momentos especiales en los que esas personas te enseñan tantas cosas, que son impagables. Están muy malitos, pero nunca pierden la sonrisa, como agradeciéndote que estés con ellos. Es algo que no se puede pagar con dinero», apostillando: «Se que moriré sola, pero no me importa. Me acompañarán las almas que llevo en mi mochila, las almas de quienes acompañé en ese momento, lo cual será muy bello».