La actriz Ana Obregón.

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Tiene el alma hecha jirones y no lo quiere esconder. Ana Obregon ha descubierto la parte terapéutica de compartir sus sentimientos tras la muerte de su hijo y, más recientemente, de Luna, la golden retriever que les acompañó durante los últimos 17 años. Unos escritos en los que se muestra rota, hundida y sin aliento. Palabras que hielan y que asustan por su franca dureza. El deseo reiterado por reencontrarse con su hijo ha estremecido a todos. Ana no está sola.

Aunque es difícil mitigar ese dolor que le atenaza, su sufrimiento es compartido. Ana mantiene intermitentes y reconfortantes conversaciones con su entorno más íntimo entre los que destaca el periodista Raúl Castillo o la representante Susana Uribarri, con quien se reencontró después de tiempos separados por un polaco del que ninguna quiere acordarse.

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Además de las amistades verdaderas, su familia está sosteniéndola durante este inacabable vaivén sobre el alambre. Preocupados y ocupados en mantenerla distraída, insisten en tranquilizar (nos) asegurando que Ana pasa muy poco tiempo sola. Y cuando necesita lógica soledad, permanece completamente atendida por teléfono. Los suyos -sin excepción- se han volcado en ella, quienes les corresponde con miradas dolorosamente rotas pero que todavía viven.

Sin respuestas a ese ahora qué que se le repite continuamente, en los momentos menos amargos sigue articulando el esqueleto de la Fundación con la que le gustaría ayudar a quienes, como su hijo, han sido víctimas del cáncer. Aunque todos honran su proyecto, creen que es precipitado y que antes debe recomponerse. Habrá tiempo para depositar sus energías en un proyecto que, me explican, Aless también quiso poner en marcha con un perfil en redes sociales dedicado a responder cuestiones sobre la enfermedad. No pudo ser.