Para el estudio, los investigadores analizaron a 10.797 adultos con una edad media de 65 años y sin antecedentes de ictus al inicio del estudio. El seguimiento de los participantes duró hasta 12 años. Durante ese tiempo, 425 personas sufrieron un ictus. Se les emparejó con 4.249 personas que no habían sufrido un ictus pero que eran similares en cuanto a edad, sexo, identidad racial o étnica y otras condiciones de salud. Los participantes realizaron una encuesta cada dos años en la que se les preguntaba si habían experimentado síntomas de depresión en la última semana, entre los que se incluían: sentirse deprimido, sentirse solo, sentirse triste, que todo le supusiera un esfuerzo y que tuviera un sueño agitado.
Cuantos más síntomas tuvieran los participantes, mayor sería su puntuación. Los investigadores descubrieron que, seis años antes del momento del ictus, las personas que posteriormente sufrieron un ictus y las que no lo sufrieron tenían puntuaciones más o menos iguales, de unos 1,6 puntos. Pero unos dos años antes del ictus, las puntuaciones de las personas que lo sufrieron empezaron a aumentar, una media de 0,33 puntos. Tras el ictus, los síntomas depresivos aumentaron otros 0,23 puntos para este grupo, alcanzando un total de unos 2,1 puntos y se mantuvieron así de altos durante los 10 años posteriores al ictus. En cambio, las puntuaciones de las personas que no sufrieron un ictus se mantuvieron más o menos igual durante todo el estudio.
Al evaluar si las personas podían considerarse clínicamente deprimidas, con una puntuación de tres puntos o más en la escala, los investigadores descubrieron que surgía un patrón de resultados ligeramente diferente. En la evaluación previa al ictus, el 29 % de las personas que estaban a punto de sufrir un ictus cumplían los criterios de tener una probable depresión, en comparación con el 24% de los que no tenían un ictus. Pero en el momento del ictus, el 34 % de las personas que lo sufrieron cumplían los criterios de probable depresión, frente al 24 % de las que no lo sufrieron. Esas cifras eran prácticamente las mismas seis años después del ictus.
«Esto sugiere que el aumento de los síntomas de depresión antes del ictus son en su mayoría cambios sutiles y no siempre son clínicamente detectables. Pero incluso los aumentos leves de los síntomas depresivos, especialmente los relacionados con el estado de ánimo y la fatiga, pueden ser una señal de que el ictus está a punto de producirse», señala Blöchl. «La depresión no es sólo un problema posterior al ictus, sino también un fenómeno anterior al mismo -subraya-. No está claro si estos cambios previos al ictus pueden utilizarse para predecir quién va a sufrirlo. En futuras investigaciones habrá que investigar exactamente por qué se producen los síntomas depresivos antes del ictus. Además, el estudio subraya por qué los médicos deben vigilar los síntomas de depresión a largo plazo en las personas que han sufrido un ictus», concluye.
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