Biel Mestre, piloto, vicepresidente del Real Aeroclub de Baleares y secretario de la asociación de Amigos de la Aviación Histórica. | Pilar Pellicer

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Viernes 13 de octubre de 1972. El avión en el que viaja un equipo de rugby de regreso a casa se estrella en plena cordillera andina. Mueren 29 pasajeros, 16 logran sobrevivir. Para ellos el accidente solo fue el inicio de la pesadilla. Debieron hacer frente a temperaturas bajo cero, a la ausencia de alimentos y a un rescate que nunca llegaba. Estos sucesos inspiraron ¡Viven! (2003), cinta de Frank Marshall, quien enriqueció la historia documentándose con largas conversaciones con los supervivientes. Esa adición le permitió abordar la película con el mayor realismo posible, sin ceder a sentimentalismos ni recrearse en los puntos más desagradables. Porque lo más importante de ¡Viven! no es la antropofagia, sino el bravo instinto de supervivencia de un grupo de jóvenes que puso en valor la solidaridad del ser humano, el trabajo en equipo y la hermandad del hombre frente a una naturaleza desatada y superior. En este contexto el canibalismo queda justificado como último recurso. Pero, ¿cómo conseguir que una historia sobradamente conocida pueda atraparnos de nuevo?

Ese fue el principal reto al que debió enfrentarse el cineasta catalán Juan Antonio Bayona, quien tras su salto a Hollywood hace 14 años volvía a rodar en español. Con 13 nominaciones a los Goya 2024, La sociedad de la nieve es una de las grandes candidatas a hacerse con los premios más codiciados del cine español. Aprovechando su reciente estreno en la plataforma Netflix, hablamos con Biel Mestres, piloto, vicepresidente del Real Aeroclub de Baleares y secretario de la asociación de Amigos de la Aviación Histórica, quien aporta su punto de vista aeronáutico sobre la célebre ‘tragedia de los Andes’.

Fotograma de ‘La sociedad de la nieve’, última cinta del cineasta catalán.

«Hubo una desorientación en cabina, porque no tenían ninguna avería mecánica. Los pilotos pidieron a control el descenso para la aproximación, pero no podían hacerla porque enfrente tenían nubes y montañas, lo que en aviación llamamos ‘nubes con hueso’», relata Mestres. Este fenómeno de desorientación, conocido como «consciencia situacional» propició que el vuelo se estrellara a 3.500 metros de altura. Las caraterísticas del avión, un Fokker 27 de turbohélice, no ayudaron a enmendar el fallo de orientación. «No va sobrado de potencia, tiene la fuerza justa para desarrollar las operaciones normales de transporte de pasaje, lo cual le impidió hacer un picado y salir de esa situación tan complicada».

El desenlace fue inevitable, «perdieron el ala izquierda tras golpear con un pico y a partir de ahí pierdes el control y no puedes hacer nada». Agrega Mestres que a diferencia de otras catástrofes aéreas, «no sufrieron el típico descenso brusco que provoca una sensación próxima a la ingravidez», de hecho «el pasaje no debió tener la sensación de accidente hasta el momento del golpe». Dadas las circunstancias, la diosa Fortuna se alió con el avión uruguayo, ya que «cuando colisionas con una montaña lo habitual es que sea un accidente sin supervivientes». Tras tocar tierra, con las alas seccionadas y sin la sección de cola, los restos del aparato «se deslizaron varios segundos por un glaciar hasta detenerse».

Enfoque

En La sociedad de la nieve, Bayona apuesta por un enfoque distinto, en su narración conviven las voces de supervivientes y caídos, plasmando la historia de una forma más impactante y fidedigna, lo apreciamos desde el inicio, con la sinfonía grotesca del choque, el sonido de los huesos al quebrarse y el silencio posterior...

Bayona no cae en el sensacionalismo, guión e imágenes poseen una factura muy cuidada. Tras el impacto, los supervivientes debieron afrontar un escenario climatológicamente adverso, radicalmente distinto al que se daría hoy en día, ya que «tenemos ayudas como el ELT, un transmisor de localización de emergencia que permite a los servicios aéreos de rescate localizarte».

Este dispositivo habría hecho que los supervivientes no se pasaran «setenta y dos días tirados en la nieve» a merced de la regla del ‘tres’: «Puedes estar tres minutos sin respirar, tres días sin beber y tres horas bajo cero». En su epopeya jugó un papel primordial mantener la cabeza fría, no desmoronarse, «el cuerpo humano es capaz de aguantar lo insoportable, pero la mente no, puede traicionarte y hacer que te abandones».