Híbrido entre triciclo y piano, uno de los excitantes engendros brotados de la mente de Emiliano Matesanz, de Lîla. | Pere Bota

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De mi panteón inmaculado de recuerdos pende una larga lista de películas, canciones y libros, todos ellos transformadores. También brillan los flashes de mi juventud extraviada y soleadas noches de sábado… Pero si algo recuerdo con un cariño especial de cuanto se acumula en ese púlpito de nostalgia, es el Parc d'Atraccions de Montjuïc. Marco de risas infantiles que me transportan a un pasado distante pero siempre presente. Si cierro los ojos casi puedo oler aquellos días de verano en los que el tiempo pasaba suavemente, en los que la emoción me invadía con solo pisar aquel mundo paralelo donde los sueños cobraban forma de montañas rusas. En cada atracción hay un pedazo de mí que se desvanece lentamente. El parque cerró pero siento que, de alguna forma, su espíritu perdura en Lîla, el proyecto de Emiliano Matesanz, un argentino establecido en la Isla que construye juegos-esculturas a partir de materiales de desecho.

Lîla pretende fomentar el juego a través de engendros mecanizados, como un carrusel que funciona con tracción a pedal, pinballs y una veintena de juegos-escultura que «instalamos en ferias, colegios y eventos», apunta Matesanz. También acuden escuelas a su centro, situado a la entrada de Costitx. Desplazadas o a domicilio, sus invenciones «generan un espacio abierto al juego en un ambiente de respeto y cooperación entre las personas».

Un 'pinball' creado con materiales reciclados.

Junto a su compañera Elena Xibillé, han creado un universo que evoca la creación de Jean Tinguely, aquel romántico suizo que forjaba esculturas de metal dotadas de movimiento y una pizca de locura, que celebraban a su manera la humanidad. Esa intensidad creativa sigue viva en Emiliano, que se emociona al «ver la cara de los niños mientras juegan». Sus creaciones giran, se balancean, e instigan la inventiva de los pequeños. Pero también deslizan una crítica a esta sociedad industrializada que desecha lo viejo, lo antiguo. Un detalle que tampoco pasaba inadvertido en la producción de Tinguely, marxista en su juventud y libertario de por vida, además de encendido defensor de la fusión entre vida y arte, entre juego y sociedad, entre inocencia y surrealismo. Nuevamente unos patrones que obtienen replica en Lîla.

Mientras acciona los pedales del carrusel de material reciclado.

El corazón del ‘maquinario' fantástico de Lîla es puro metal, engranajes y pasión infantil, ese paraíso perdido para la mayoría que Emiliano se resiste a abandonar. Es, como rezaba el título de aquella novela de Fenimore Cooper, el ‘último de una estirpe' que planta cara a la modernidad desde su centro de operaciones en el corazón de la Isla, donde trabaja en jornadas «que no tienen horario», hasta que el sol se oculta tras la colina tiñendo el cielo de rosa y carmín. Me despido de Emiliano, agradecido por el viaje mental que despertó en mí. La verja se cierra a mi espalda, y con ella su microuniverso de fantasía. Reconforta saber que aunque el tiempo avance, siempre habrá un lugar donde la magia perdure para siempre.

El apunte

Solidaridad y experiencias en Sierra Leona

«El sentido de todo cuanto hago son los niños», relata Emiliano, que pasa varios meses cada año en Sierra Leona, «un país muy tocado por la guerra». Allí enseña a un grupo de muchachos «a fabricar juegos». Disfruta trabajando «materiales pobres que te permiten mostrar a los niños las posibilidades del reciclaje». Recaló en África atendiendo una propuesta, y ahora «estoy enganchado, necesito ir cada año». Matesanz colabora con unos misioneros salesianos, «es un trabajo impresionante», que da sus frutos cuando «montamos en la calle y vienen miles de niños a jugar». Nuestro protagonista encuentra fuerza en las palabras de un amigo que le dijo que «no hay nada más bonito que hacer feliz a un niño».