El sábado pasado, a mediodía, yendo a hacer un recado, en 31 de Diciembre nos encontramos tendido sobre un banco a un sintecho. A su lado una bolsa de color verde, y sobre el suelo, un cartón de vino vacío. A simple vista, ver a un indigente durmiendo en el banco de una calle, o de un aplaza, es de lo más normal. Es más, puedo asegurarles que ya hay alguno que ha convertido el banco del parque, paseo o calle, en su casa. Lo digo porque a diario –y desde hace unas semanas–, cuando voy para casa, me lo encuentro, a veces sentado, a veces tumbado, con todo lo que tiene esparcido en su entorno, es decir, el bidón de agua, los zapatos, las zapatillas, el paraguas, dos o tres bolsas conteniendo no sé qué, dos o tres mantas, una litrona… Y las veces que he pasado por allí de noche, ahí estaba, ahora tumbado y completamente tapado, durmiendo, con todo lo suyo a su alrededor.
Por eso, ver a uno de ellos tumbado, aunque sea a plena luz del día, ya no llama la atención a nadie… Aunque, este en concreto, tenía algo que no suelen tener los demás: un golpe en la cabeza del que había brotado un hilito de sangre que se había secado. También, observándole con más detenimiento, notamos que sus manos, aunque levemente, temblaban. Una persona que está frente al banco nos dijo que se había dado un golpe, y que, como pudo, llegó hasta allí, tumbándose, también como pudo ¿Qué hacemos? Una mujer, que también se había acercado, viendo el estado de aquel hombre, dijo que lo mejor era llamar al 112. Llamamos, nos pidieron la ubicación, se la dimos, y nos dicen que vienen. Y sí, llegaron, incluso antes de lo que pensábamos.
De la ambulancia bajaron tres sanitarios, dos de ellos empujando una camilla con ruedas. Al acercarse al hombre, uno le reconoció… «Ya le hemos llevado cuatro o cinco veces al hospital. Es diabético y como bebe… Pues pasa esto».
Le levantaron del banco, y en volandas lo depositaron sobre la camilla y se lo llevaron a la ambulancia en la que le trasladaron al hospital. Como es sábado –pensamos–, le reconocerán, le medicarán, le tendrán en observación y el lunes le darán el alta y… ¡A la calle de nuevo!, y vuelta a empezar. Sí, porque ¿a dónde va esta persona si no tiene un techo digno bajo el que cobijarse, que por la pinta, si tiene alguna paguita de esas que dan, no le alcanza para alquilar siquiera una humilde habitación, que sería lo suyo, pues bajo un techo se ve la vida de otra manera, aparte de que le ayudaría a encontrar un trabajo... Aunque este, en concreto, nos tememos que ha perdido casi todos los trenes de la vida, lo que significa que, de nuevo en la calle, sin techo, sin dinero, ¿qué hace…? Pues igual dentro de nada nos lo volvemos a encontrar con otro golpe en la cabeza, tumbado en otro banco, esperando a que alguien que pase por allí y llame al 112…
Y es que el ser humano llega a esta situación, no por casualidad, si no porque al no tener un techo bajo el que vivir ha llegado a la desesperación y al desánimo total; y más si ha intentado buscarlo llamando a teléfonos de conselleries, o de entidades sociales, que alguien les han dicho que ahí se lo podrían facilitar, o que les dirían qué hacer para conseguir alguno, teléfonos que casi nunca contestan, o que si lo hacen es para remitirte a otro lugar, o sea a la nada… Pues llega un momento que ese estar cada día en la calle, en verano muertos de calor y en invierno presos por el frío, termina afectándoles en sus mentes, y a raíz de ahí dejan de luchar por conseguir ese techo, invirtiendo todo lo que tienen, que es muy poco, en alcohol o en algo que les haga olvidar su situación.
Los hay que sin ese techo, y antes de caer en esa espiral que les lleva al abismo, se buscan otro salida dónde y cómo sea. El ejemplo más claro lo tenemos con los sintecho que viven en la entrada de lo que fueron galerías comerciales, en el edificio Minaco, frente al El Corte Inglés, de Avenidas. Viven ahí, tres o cuatro personas –entre ellas una mujer, exfuncionaria de Cort–, con las que a veces hablamos. Viven amurallados gracias a las cajas de cartón que han colocado frente al colchón donde duermen, convirtiendo el lugar en algo parecido a una habitación sin techo. Si los policías locales les dicen que se marchen, sacan todo lo que es suyo, lo dejan sobre la acera, que es un espacio público, y esperan a que se marchen para volverse a meter detrás de los cartones. Y hasta la próxima… Aunque hora –nos han dicho– han sido avisados de que como se van a hacer obras en las galerías, tendrán que marcharse. «Cosa que no tendremos más remedio que hacer, pero como tampoco nos dan ninguna solución, nos volveremos a quedar en la calle. Y como a esto nos lo veíamos venir, nos hemos buscado otro sitio dónde meternos… Hasta que nos echen otra vez. Y otra vez empezaremos a buscar…».
Y es que viven en una especie de bucle. Por una parte, son personas que ni votan, ni cotizan, por otra, y por lo que hemos apuntado antes, llega un momento en que, tras haber intentado varias veces salir del hoyo en que están, al no poder conseguirlo, se abandonan, entrando en un bucle, en una espiral, que a muchos los lleva al abismo, a un viaje sin retorno. Todo por no tener un techo, y cada vez ser menos las posibilidades de tenerlo. Un techo que bien podría ser un albergue digno en el que se sintieran bien recibidos. Pero los gobiernos, a quienes se les llena la boca con los Días Internacionales para erradicar la pobreza, parecen, de vuelta a la realidad, no estar muy por la labor en solventar estas cuestiones.
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