Europa, la Unión Europea, estrenará a partir del próximo 1 de diciembre la figura de presidente, un cargo representativo -sin apenas poder ejecutivo- que se contempla en el Tratado de Lisboa. Una figura decorativa, simbólica si se quiere, la que tendrá que desempeñar el hasta ahora primer ministro belga, Herman Van Rompuy, un conservador de 62 años que en pocos meses ha adquirido un gran prestigio en su país por su capacidad para reconducir las agrias disputas entre flamencos y francófonos en su país.
La trascendencia de Van Rompuy estriba en su presencia, encarna un episodio más del camino hacia la creación de un auténtico espacio político único en Europa, un anhelo que se está mostrando mucho más complicado que el de la unidad económica. En todo caso hay que celebrar el acuerdo alcanzado para la designación del presidente europeo, aunque le queda por delante una ardua tarea para ser reconocido como tal por los millones de ciudadanos de los Veintisiete.
Dentro del pacto de equilibrios en el que se desenvuelve la diplomacia europea, la laborista británica Catherine Ashton ocupará el cargo de Alta Representante de la Política Exterior de la UE, el cargo que hasta ahora ha venido desempeñando el político español Javier Solana. Ashton, una baronesa ex presidenta de la Cámara de los Lores, accede a la plaza también dentro de esta organización que impone la Unión Europea pero que, todavía, se encuentra muy lejos de ser percibida como propia por los ciudadanos. Este es el gran reto al que deben hacer frente Van Rompuy y Ashton, dos políticos de perfil bajo tal y como pretendían los dirigentes de los Veintisiete, lograr que la Unión Europea logre crear y unificar sus criterios propios en la escena internacional. Todavía queda mucho por hacer, pero había que empezar.
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