Tras anunciarlo el domingo durante el congreso del PSOE de Andalucía, la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, llevó este lunes al Consejo de Ministros la reforma del impuesto de plusvalía municipal, después de que, el pasado 26 de octubre, el Tribunal Constitucional dejara el tributo en suspenso al entender que en varios de sus aspectos era «excesivo o exagerado» y podía lesionar el principio de no confiscatoriedad. Con la aprobación de la mencionada reforma mediante decreto-ley, los ayuntamientos de toda España vuelven a respirar tranquilos al poder gravar todos aquellas transacciones inmobiliarias donde haya un aumento de valor.
Celeridad inusual.
Once son los días que han transcurrido desde la publicitación de la sentencia del Constitucional y la reforma del impuesto de plusvalía. Una celeridad inusual en la administración pública. En este caso para no perder tiempo ni oportunidad de seguir imponiendo peaje fiscal a todo propietario que se desprenda de un inmueble sea por negocio o necesidad. Viviendas éstas a los que esos mismos ayuntamientos cargan puntualmente un IBI y los gobiernos autonómicos otro tanto en concepto de sucesiones o donaciones.
Todos de acuerdo.
Si de inusual puede tildarse la velocidad con la que se ha elaborado la reforma legislativa, no menos inusitado ha sido el consenso que ha concitado entre todo el espectro político. El lamento por el fallo del TC respecto al cobro del impuesto de plusvalía municipal y el automático decaimiento de su exigibilidad, ha aunado a alcaldes tanto de Vox como de Podemos, pasando por ediles del PP, PSOE, Cs y los de partidos nacionalistas o regionalistas de toda índole. Las advertencias de unos y otros también han sido coincidentes: recaudación o recortes. Una dicotomía tan plausible como mejorable es la gestión que estas administraciones locales hacen del dinero público.
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