La representante de Junts per Catalunya, Laura Borràs, fue a La Zarzuela a rendir visita protocolaria al Jefe del Estado a cuenta de la reglamentaria designación del aspirante a ser investido presidente del Gobierno. Que la reunión fuera debida al protocolo establecido no obsta para que también tuviera profundidad política. La separatista explicó luego del encuentro que comunicó al no electo que “en Cataluña no tenemos rey” y otras lindezas por el estilo que sirvieron de munición a la prensa cortesana para atacarla, como es casi por protocolo obligado. El encuentro, o quizás más preciso sería decir la topada -al menos verbal-, pues el Borbón entró al trapo, haciendo gala de su archiconocida inteligencia y perspicacia, propia del “más preparado” de los jefes de Estado patrios habidos - ahí es nada lo que han filtrado que le dijo a la ‘indepe', como si de un magno estadista se tratase: “prefería al Puigdemont alcalde...”: para desternillarse- no fue una mera anécdota protocolaria.
Y no lo fue porque es cierto, como dijo Borràs, que la decrépita institución que representa Borbón está en la práctica desaparecida en Cataluña y va desvaneciéndose en el resto de España también, afortunadamente. El pasado abril se publicaba la encuesta del Centro de Estudios de Opinión (CEO) que aseguraba que el 75,9% de los entrevistados en el Principado preferirían la república a la monarquía como forma de Estado -casi siempre se le denomina “forma de Gobierno”, pero por obvias razones es más precisa la otra formulación- y sólo el 12,3% se manifestaba a favor de ese anacronismo institucional. Podría suponerse, acaso, que al ser el CEO un organismo de la pérfida Generalidad, el sondeo, como suele hacer el CIS en relación al Gobierno nacional, pretendía favorecer las tesis independentistas del Govern de Quim Torra. Y podría ser así, sin embargo existen otros datos que van en la misma dirección. Y no sólo en Cataluña. Por ejemplo, el servil CIS no pregunta desde 2015 en sus estudios demoscópicos por esa cuestión a los ciudadanos a los que interroga, no sea que le digan lo que el Estado considera inconveniente y ponga en situación incómoda al “más preparado”. Otrosí: un diario nacional digital publicó en enero pasado una encuesta que se resumía en que el 43% de los españoles apoya la monarquía por el 42% que la rechaza. Y una web de análisis políticos y demoscópicos, electomania.es, lanzó en julio del año pasado que el monarquismo en España lo padece todavía un 49,9% de los ciudadanos, mientras que de él se ha curado ya el 47,4%.
Cada cual puede tomarse estos datos cómo quiera, por supuesto, y hay que respetar el derecho de cada persona a opinar lo que le apetezca, sin duda, sin embargo a la vista de estos datos demoscópicos cabe preguntarse qué grado de salud democrática tiene un país que hurta tal debate político sustancial y quiere evitar cómo sea su contraste en las urnas a partir de la presunción – del todo errónea o perversa, según los datos dichos- de que no hay por qué pues en general está aceptada.
No
existe parangón en la Europa coronada de trato semejante. Y es que
por mucho que la propaganda hispano monarquista lo pretenda, la
corona española no es comparable a las monarquías constitucionales
europeas. Es diferente a ellas por origen, actitud e ideología. Y
por eso mismo se la esconde bajo montañas de silencio, se le intenta
evitar la crítica, se hurta el debate sobre ella, se fantasea con
que es homologables a las demás europeas y se la pretende, en fin,
sagrada.
En efecto, en cuanto al origen, todas las de los otros países de la Unión proceden de tiempos inmemoriales y en la contemporaneidad jamás se alinearon con los fascismos -y menos, claro, con sus primos hermanos, los comunismos-; de hecho las que lo hicieron – como la italiana- desaparecieron, mientras que la hispana fue creada por el fascista régimen de Franco y aceptada por Borbón – padre del actual – en 1969, tal y como Borbón abuelo – padre del padre- dejó claro con el rotundo rechazo público a la invención de esa corona por parte del dictador y a la aceptación que de ella hizo su hijo; y en nada desdice esta realidad histórica que el viejo Borbón acabara – a la fuerza ahorcan, como suele decirse- por renunciar a sus derechos a la corona – en 1977, tras 9 años de la invención de la franquista que se puso su hijo- que le confería la dinastía legítima. Se vio forzado a ello pues la de Franco y Borbón hijo era la vigente, la oficial, la legal, la políticamente tangible y la que al fin y al cabo ya se había impuesto. La misma que a pesar de que al año siguiente fuera pretendidamente blanqueada – a través de la supuesta fusión de ambas- por la Constitución, en realidad, por debajo del blanqueo, sigue supurándole su originaria negrura.
Tampoco
la actitud del titular hispano – del actual y de su predecesor- se
puede homologar a la de sus compañeros de profesión hereditaria de
la Unión. En Gran Bretaña, Suecia, Dinamarca, Holanda, Bélgica y
Noruega – dejaré de lado las peculiares empresas familiares que
están coronadas: Mónaco, Luxemburgo y Liechtenstein- si quien
personaliza la respectiva monarquía no informara – sólo por poner
un único ejemplo- de dónde pasa las vacaciones y qué cuestan al
contribuyente -no hablemos ya sobre cuánto dinero recibe y en qué
exactamente lo gasta- durarían apenas días en el cargo. Aquí se
pretende que la opacidad es lo normal. No lo es. Es lo contrario. La
excepción en Europa. A no ser, claro está, que se compare la corona
borbónica con las de las tres empresas coronadas. ¿O es que son
éstas el verdadero espejo de la española?
Y, por si algo faltaba, está lo del alineamiento político e ideológico de Borbón hijo, insólito en Europa, quizás con la excepción puntual de aquel colega suyo belga que no quería firmar una ley que no le gustaba – la del aborto – y que por eso dimitió unas horitas, en 1990, para no rubricar la norma aprobada. Cruel para Borbón es el contraste con el caso británico. La reina de Albión es muy probable que no sea laborista, pero nunca ha ofendido a los millones de sus ciudadanos que confían en esa opción política optando por la contraria. Y se me dirá: pues igual que Borbón, que no opta por un partido u otro. No estoy tan seguro. Sigamos con la comparación británica. El Partido Nacional Escocés ha anunciado que intentará aprobar una ley en el Parlamento regional para otra vez convocar un referéndum de independencia. Ni un gesto ni una palabra de la coronada. Ya pasó igual en 2014. Y a la sazón, a pesar de que la ley que unifica el reino -el Acta de Unión de 1707: “por siempre” - prohibe la posibilidad de la separación y por tanto pudiera haber sido impedido el referéndum por el gobierno de Londres, el primer ministro de entonces, David Cameron, dijo ante la Cámara de los Comunes que “la ley me faculta (para prohibir el referéndum) pero la democracia” le aconsejaba “aceptarlo”. Una actitud que en Madrid, claro está, consideran una locura: la democracia y la libertad por encima de una ley: ¡intolerable!. Y la reina, por cierto, nunca dijo ni una palabra ni mostró si siquiera un mohín de disgusto, ni por ser ilegal la convocatoria primero ni por naturalizarla el gobierno, después, a pesar de ser la Jefa del Estado del Reino al que se le supone que desea mantener ‘Unido'. Porque la potencial independencia de Escocia no es asunto suyo. Tendrá su opinión personal, pero como institución no debe expresarla porque -como en el resto de monarquías de la Unión que no son empresas – nada, ni siquiera la posible separación de un trozo del territorio del país, es motivo de intervención política de la corona. En España el “más preparado” sí que ha intervenido, y de qué manera, alejándose de la debida neutralidad política.
La monarquía hispana, en fin, no es comparable a ninguna otra de las seis que funcionan como verdaderas coronas constitucionales. Al contrario de la que todavía padecemos las otras están inmaculadas en su relación con la democracia, son transparentes en su funcionamiento -sobre todo en lo relacionado con los dineros- y son neutras políticamente. Por eso mismo la decrepitud de la que nos aqueja va emergiendo cada vez a ojos de más y más ciudadanos, como nos muestra la demoscopia, a despecho de la voluntad de sacralizarla, que es, por cierto, la forma más efectiva de condenarla.
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