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Tal vez uno de los aspectos que más caracteriza lo estrambótico de la época que estamos viviendo es la gran distancia que separa en tiempo y espacio el aburrimiento y la diversión. Mientras lo aburrido se extiende viscoso, amparado por restricciones y encierros que respaldan su duración, lo divertido que va surgiendo de unas sociedades que pugnan por salir del tedio, apenas tiene tiempo de establecerse en el ánimo de las gentes. Prolongado aburrimiento, efímeras diversiones, ese parece ser nuestro sino. Salimos del marasmo ante el hecho pintoresco de que una Conferencia de Países Iberoamericanos tenga lugar en Andorra, promocionado como «el país de los Pirineos». Pero la diversión ante el aparente contrasentido dura poco. Entonces nos dejamos llevar por otro encuentro, el que reúne en Madrid a los candidatos a la presidencia de la Comunidad.

Otra diversión breve, iluminada tan sólo por la retrechera displicencia con la que Ayuso encaja toda crítica, y también por el candor de un Gabilondo que es capaz hasta de ruborizarse en el intercambio de argumentos. Más cancha a la diversión, aunque no tanta, presta lo de la Superliga, comandada por un Pérez , Florentino, máster en añadir ridículo a cualquier espectáculo ya desde que en Rusia, en pleno Mundial se llevó al entrenador de la selección española, dejándola inerme, desvalida. Este hombre supone un peligro a escala nacional –Castor, autopistas, etc.– cuyos manejos acaban por salirnos carísimos. Pero bueno, ahora se anunciaba dispuesto a «salvar el fútbol», y nos prometíamos diversión larga, modelo reforzada jeta, el invento Superliga fracasa. Otra vez el aburrimiento.