Cuando pasaba temporadas en Londres, años ha, aprendí a fijarme bien en las modas y usos que por allá se estilaban, porque me percaté pronto de que lo que allí viera, por chocante que me pareciese, acababa imponiéndose por aquí diez o veinte años después. Conocí así tempranamente, entre otras muchas cosas, los autolavados de coches con pistola a presión, los locales multifunción, las lavadoras de ropa alquiladas y la omnipresente comida ‘para llevar' y ‘a domicilio'.
Esta última hace tiempo que está aquí, pero con la pandemia ha adquirido carta de naturaleza: los locales de hostelería han sobrevivido en parte gracias a la comida preparada, y parece que la gente se ha ido acostumbrando. La diferencia estriba en que para los británicos hacer algo parecido a una tortilla viene a ser como cambiar una correa de distribución, y cocinar una paella equivale a enviar una nave espacial a Marte. O sea, cosa de profesionales muy duchos y entrenados. Aquí somos, o éramos, un poco cocinillas, incluso un poco manitas en general. Y ahí está el problema: la sociedad industrial-capitalista nos lleva a una especialización sin fin, a una división del trabajo siempre creciente, a la profesionalización y –lo que es peor– mercantilización de todos los aspectos de la vida.
Hay algo importante y valioso en saber desempeñar más de un oficio, en saber hacer arte, bricolaje o llevar un hogar. Ya desaparecieron los jerséis tricotados y la ropa remendada, la huerta familiar, la crianza de animales, las conservas caseras; pronto morirá el arte de la cocina casera, y llenaremos nuestras casas de envases de plástico, cajas para pizza, conservantes y colorantes.
La realización de actividades variadas desarrolla nuestras habilidades y capacidades, nos acerca en competencias a hombres y mujeres, a jóvenes y viejos, a rurales y urbanos, y hace de nosotros, en resumidas cuentas, personas más completas, independientes y autosuficientes. La pérdida de esas actividades, habilidades y talentos redunda a la larga en una pérdida de identidad, tanto individual como colectiva. Alertaba el sociólogo Herbert Marcuse sobre el advenimiento del «hombre unidimensional», alienado por el sistema productivo y de consumo y sometido como títere a la única dimensión de servidor de ese sistema. Seguramente, Marcuse cocinaba.
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