Cuando no sabemos a quién odiar –escribe Chuck Palahniuk en Monstruos invisibles–, nos odiamos a nosotros mismos». Él sabrá por qué lo dice.
Yo, a Dios gracias, nunca he tenido ese problema: Siempre he sabido perfectamente a quién odiar. Ahora mismo odio a Lewis Hamilton.
No es nada personal. Sin embargo, odio a Hamilton como no he llegado a odiar ni a Kimi Raikkonen, ni a Sebastian Vettel, ni a Checo Pérez, ni a Daniel Ricciardo, ni a Valtteri Bottas. Ni siquiera a Max Verstappen, que todavía me cae peor, y con eso lo digo todo. Porque en el fondo no se trata de él sino de mí. Y a mí me pasa que me aburro.
Por eso odio a Hamilton, sí, y a ratos también al Barça, a los tres hermanos Ingebrigtsen al completo aunque el bueno sea el pequeño, al Canelo Álvarez con sus cinco títulos mundiales en cinco categorías diferentes y a Chris Froome con sus cuatro Tour de Francia, al ocho con timonel de Cambridge, a los Dodgers de Los Ángeles cuando Clayton Kershaw sube al montículo a lanzar sus bolas curvas y a LeBron James aunque ahora esté lesionado y con él en la grada me importe francamente una mierda si los Lakers alcanzan o no los playoffs. Porque el odio es lo único que me hace tolerable sentarme a ver ganar siempre a los mismos cuando llevo toda la vida oyendo que lo importante es participar.
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