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Hace unos pocos años se puso de moda una curiosa campaña que consistía en regalar abrazos. Nació de una intuición certera, de la necesidad que tenemos los seres humanos de sentir la cercanía física de otros seres humanos. La importancia del contacto entre los cuerpos en un abrazo cálido podía tener efectos incluso terapéuticos. Entonces comenzamos a ver imágenes insólitas en nuestras calles. Personas con un cartelito colgado en el que se podía leer que obsequiaban con un abrazo a cualquier desconocido. Muchos rechazábamos de plano ese tipo de manifestación afectuosa procedente de alguien a quien no habíamos visto nunca. Nos parecía fuera de lugar, innecesario.

Yo observaba con sorpresa los abrazos de esa gente a quienes el azar hacía coincidir en un contacto físico fugaz, un encuentro breve que probablemente no volvería a repetirse. No dejaba de ser extraño: dos personas se cruzan por casualidad en la calle. No saben nada el uno del otro. Ni sus nombres, ni de dónde vienen. Uno de ellos ofrece calor humano como un regalo sin pedir nada a cambio. Por un instante se funden en un abrazo que les alegra el rostro y despierta sonrisas.

Entonces algunos no lo entendíamos. No parecía inaudito. Asociábamos el abrazo a la pareja, a los familiares y amigos. Teníamos la vida llena de abrazos. Abrazábamos con plenitud, de una forma natural. Jamás imaginábamos que todo fuese a cambiar.

Con la pandemia llegó la distancia física. De repente, nuestra presencia podía suponer un peligro para quienes amábamos. Los abuelos no podían abrazar a sus nietos. Ni los hijos a los padres. Ni era posible encontrar refugio en brazos amigos. Nuestra realidad se transformó de la noche a la mañana. Relacionamos el abrazo con el peligro, el miedo, el riesgo al contagio. Nos sentimos terriblemente tristes por la imposibilidad de abrazar. Al pasar los meses, comprendimos hasta qué punto es necesaria la cercanía de la piel del otro, su olor, su presencia. Echamos de menos tantos abrazos que estuvimos a punto de rompernos por dentro. Abrazar se convirtió en un acto de amor prohibido.