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Se ha dicho siempre que el secreto que guardan los miembros de la Academia Sueca acerca de las deliberaciones que llevan a los jurados a la concesión de los Premios Nobel responde a cuestiones estatutarias. Aún admitiéndolo, justo es añadir que ello es razonable ya que de desvelarse tales deliberaciones con carácter inmediato es muy probable que entre los ilustres académicos cundiera el rubor causado por los prejuicios e inconsecuencias que determinan finalmente las concesiones de los galardones.

A fin de evitar tales bochornos, se convino que han de transcurrir 50 años antes de que se den publicidad a las deliberaciones del jurado, puesto que al fin y al cabo, medio siglo después no hay rostro que se coloree. En esta especie de turno de alivio, le ha tocado ahora a Pablo Neruda, premiado en 1971 y, como era de suponer las actas revelan que la filiación comunista del poeta pesó lo suyo en la consideración de los académicos, incluso más que la valoración de la obra del premiado. Claro, Neruda estallaba en lo emocional pero se estrellaba contra lo real.

Así, estalinista de la primera hora, es responsable de una Oda a Stalin en la que le trata de un ser bondadoso, años después, en su obra Fin del mundo lo pone a pan pedir. De no sentir tanto entusiasmo por el régimen soviético se hubiera ahorrado el tener que rectificar. Como es natural, la travesía ideológica de Neruda atrajo a los miembros del jurado más que cualquier otro factor. Y este caso resulta significativo de esa tendencia vocacional al error de una Academia Sueca que, o bien deja sin premiar a autores que lo merecían, o se descuelga frecuentemente mostrando un carácter impredecible a la hora de premiar sorprendentemente a semidesconocidos, más allá de su ámbito. La Academia es así.