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Algo de esto escribí cuando, hace ya bastantes años, tirotearon en un ascensor en Moscú a la periodista Anna Politkovskaya, una feroz crítica de Putin a la que fugazmente conocí durante un viaje de ella a Córdoba. Hoy tengo que repetir lo mismo, ‘cuando matan a un periodista, también me matan a mí, y a ti', porque has perdido una voz que, como lo demuestra el hecho de que la hayan callado para siempre, te informaba desde la libertad y la independencia. Han matado en Ucrania a Brent Renaud, a quien desconocía, pero que cuentan que era un estupendo reportero especializado en documentales que mostraban el sufrimiento en las zonas en conflicto.

A mí, al menos, también me han matado un poco. Los Putin de este mundo no quieren que conozcamos que ellos son los que infieren ese sufrimiento a la gente. En Rusia no permiten que veamos a esas madres destrozadas, a los niños muertos, a los hombres exhaustos tratando de defender su patria invadida. Por eso han matado a Renaud, y matarán, si pueden, a otros que están cumpliendo con su deber de informarnos. Felicité a Carlos Franganillo, de TVE, por un buen trabajo mostrando a los heroicos ucranianos resistiendo, y resistir es muchas veces no dejarse morir. «Qué envidia siento», le dije. Porque a cualquiera que tenga sangre de tinta periodística en las venas nos gustaría estar allí, denunciando la iniquidad de un criminal de guerra.

Todas las víctimas de esta iniquidad son acreedoras a nuestro respeto, a nuestro dolor, de nuestras oraciones, recemos a quien recemos. Pero cuando matan a Renaud, o a los colegas mexicanos que denuncian el tráfico de droga, o a los turcos que osan criticar a Erdogan, o a los chinos, árabes, que no siguen las líneas rojas impuestas por los enemigos de la libertad de expresión, nos matan un poco a todos, que nos quedamos sin ellos. Y sin la verdad.