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Nos encontramos en una situación peligrosa donde observamos con inquietud, si va a comenzar o no la III Guerra Mundial. Unos pocos, claro, porque los humanos no somos muy aficionados a predicciones que nos vayan a causar disgustos. Los que hemos estudiado algo de historia ya sabemos que, tanto en la Primera como en la Segunda, las cosas comenzaron con trifulcas incluso algo más leves que la que estamos viviendo. Por eso mismo resulta inquietante que los diplomáticos chinos denominen a la masacre humana que se está produciendo en Ucrania, y a una invasión brutal e injustificada, como una crisis.

O sea, que el poderoso vecino de enfrente, que tiene un piso diez veces más grandes que el tuyo, le da una patada a tu puerta, se mete dentro, te refugias en la cocina, y matan a uno de tus hijos que se ha quedado fuera, y toda esa atrocidad, según China se trata de una crisis. Vale. Tíos. Creíamos que esto del juego de las palabras para envolver la croqueta de la realidad era cosa de Pedro I El Mentiroso y sus secuaces, pero se encuentra debidamente globalizado. Al primer economista que descubrió que a las pérdidas se les podía llamar crecimiento negativo, sin que la estupidez tuviera respuesta airada y, antes bien, al contrario, fuera admitida, habría que hacerle un monumento, representado por un estúpido, al que se le desliza, desde la comisura de los labios, una fina línea de baba.

Mientras asistimos a este prólogo de la crisis, o sea, de lo que podría ser la Tercera Guerra Mundial, nuestros caritativos gobernantes no nos van a bajar los impuestos para que no adquiramos vicios y nos van a aplicar una armonización fiscal, o sea, nos los van a subir, aunque armonización suene a coro de niños de voces blancas, canta de forma angelical, en lugar de inspectores del Ministerio de Hacienda, vestidos de negro. Y creen que las palabra no hacen daño, y se pueden emplear como los dados del parchís, con ninguna consecuencia, pero arruinan, desesperan, y, en ocasiones, incluso matan.