Que Dios haya resucitado tampoco ayuda, y la idea de que decida uno lo que decida, mañana tendrá que hacer lo mismo otra vez, incluso comer lo mismo, porque para eso precisamente es el segundo día de Pascua, aún nos lo pone más difícil. Porque hay cosas que, en fin, un día vale, por probar que no quede, pero dos seguidos es demasiado. Las monas, por ejemplo, que serían más adecuadas para la Navidad, una festividad eminentemente repostera. O comer pan ácimo (matzá) a la manera hebrea, o ir a misas, o reunirse con la familia. No es raro que la gente haya sustituido estas tradiciones pascuales por irse de viaje, largarse como sea, escaquearse. Y luego, naturalmente, tienen que volver. Una pérdida de tiempo. Total, que más vale pensar bien lo que se hace hoy, porque habrá que repetirlo mañana.
Este año, además, nos coge la Pascua en mal momento, en tiempo de crímenes de guerra, y como cantaba Sweeney Todd, el barbero diabólico de la calle Fleet, «En el mundo hay un agujero negro y profundo, y está lleno de seres nauseabundos». Menuda pascua florida, quién tiene ganas de hacer algo. Y cuando no se puede hacer nada, lo mejor es no hacer nada. Que es lo primero que nos había dictado nuestro libre albedrío. ¿Y eso cómo se hace? Con paciencia, con mucha paciencia, como si estuvieses bordando un mantelito o resolviendo una ecuación matemática extraordinariamente abstracta y retorcida. Yo deambularé por la casa, pero poco. Comeré. Beberé. Fumaré. Haraganearé. Todo ello, desde luego, con estilo pascual. Y mañana lo mismo. Prueben.
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