No sigan hablándome de normalidad porque los hoteles hayan estado llenos y las carreteras a rebosar cueste lo que cueste el litro de gasolina. Los tambores de guerra resuenan en el frente ucraniano con el matonismo chulesco de Putin y, sin ánimo de comparar sufrimientos, desde luego, Europa entera advierte de que vienen días de sangre, sudor y lágrimas también para los acomodados súbditos de la UE. Y aquí, más. Desde la Comisión Europea nos avisan de posibles restricciones energéticas, de un brutal frenazo en las expectativas de crecimiento del PIB y de una inflación que difícilmente podrá recortarse a niveles confortables.
En el aire se huele, junto a los jazmines, ese aroma inquietante que nos avisa de que muchas cosas, ay, pueden a pasar, y pocas de ellas buenas. Y no serán las más destacables ni la fecha y lo que ocurra en las elecciones andaluzas, ni el resultado muy previsible de la final en las elecciones francesas, ni siquiera lo que pueda salir de una nueva cumbre entre Sánchez y Núñez Feijóo, que, tal y como están las cosas en Podemos y Vox, podría marcar una nueva era en las relaciones entre los partidos del bipartidismo. No: aquí, la madre de todas las batallas en la Europa Occidental se llama, ni más ni menos, cambio de paradigma.
Todas las fuentes europeas en Bruselas te avisan de que es preciso mentalizar a la ciudadanía en el sentido de que si la guerra en Ucrania llega a cumplir tres meses, y ya lleva casi dos, habrá que adaptarse a medidas muy duras que pondrán en solfa nuestro actual modo de vida. Eso, suponiendo, claro, que el club de los ricos europeos decida seguir apoyando decididamente la opción Zelenski. Creo que el optimista incurable que es Sánchez sabe perfectamente todo esto. Pero aseguran que su decisión, por el momento, sigue siendo agotar la legislatura, entre otras razones porque no sería presentable hacer ahora una llamada a las urnas y porque a lo mejor esa llamada podría derivar en un fiasco frente al efecto Feijóo.
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