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En el inagotable catálogo de simples circunstancias que actualmente mueve a opinión a la gentes -antes les llamábamos tranquilamente, pijadas- el episodio, larguísimo episodio de la mascarilla, forzosamente tenía un lugar reservado.Y conste que lo digo con respeto, ya que empiezo a estar harto de que cualquier opinión obediente a criterio propio sea tomada por algunos como un «pontificar», cuando en realidad quien pontifica es aquel que establece dicha categoría y se queda tan ancho y contento de sí mismo. Estas páginas se denominan de «opinión», y para eso están. Siempre, pues, con el respeto debido -ojo, el debido- volvamos al abandono de la mascarilla, algo que ha tenido lugar pronto para algunos y demasiado tarde para otros.

Quizás entiendo mejor a los segundos, y compadezco un tanto a los primeros, capaces aún de conservar su mucho temor, ¡después de dos años! De lo personal a lo administrativo, el Gobierno central, como casi siempre, finge dejar a libre criterio una cuestión, cuando verdaderamente lo hace de forma lo suficientemente enmarañada como para dificultar la libre claridad del mismo. También es de justicia reconocer que en este, como en tantos otros casos que han rodeado la pandemia, ha faltado sentido común, a toneladas.

Finalmente queda la casuística, mayormente reducida a la adolescencia y primera juventud, de las impresiones derivadas del mostrar el rostro a la claras, sin tapujos. En este campo, no cabe duda de que los «expertos» van a gozarla teorizando, teorizando. Y están en su derecho.