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El capítulo de la memoria histórica es uno de los que más suele encarnizar la disputa entre derechas e izquierdas. Haciendo gala de lo que algunos historiadores llaman presentismo, consistente en juzgar el pasado con la mirada de hoy en día o adaptándolo a conveniencia, lo cierto es que se juega con los acontecimientos históricos, renegando de ellos o, por el contrario, exaltándolos. Ahí tenemos a los de Vox, que no quieren ni oír hablar de una República española relativamente próxima y sin embargo se despepita evocando a Don Pelayo.

Memoria la hay y perderla conduce de alguna forma a perpetuar errores. Pasa ahora en Filipinas, donde más de un 60 % de la población ha decidido en las últimas elecciones regalarse como presidente al hijo del dictador Ferdinand Marcos y como vicepresidenta a Sara Duterte, hija del actual dirigente, Rodrigo Duterte, un mal bicho cuya lucha contra la droga ha dejado miles de muertos. Obviamente, si a un adicto se le quita la vida, la droga ya no es problema, pero queda lo del asesinato. Marcos, conocido como ‘Bongbong’, cuenta con 64 años y fue educado para llegar a la presidencia de Filipinas.

El propósito pudo frustrarse en 1986, cuando después de dos décadas de dictadura y expolio –vaciaron las arcas nacionales hasta el extremo de figurar en el Guinness de los récords por corrupción–, su padre y su madre, la pérfida Imelda, fueron forzados al exilio por una revuelta popular, muriendo en él Marcos padre poco después. En 1991, el Gobierno de Corazón Aquino permitió a Imelda y ‘Bongbong’ volver al país. Y así, haciendo el tonto, el heredero –un trasto malcriado– ha tenido cargos políticos en su provincia natal y, finalmente, ha llegado a la presidencia. Los amnésicos lo han consentido.