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Uno de los capítulos más terroríficos de la mítica serie Black Mirror es el titulado ‘Nosedive’ en el que se nos muestra un futuro distópico –quizá no tan lejano– en el que el estatus, la vida en definitiva, de las personas está absolutamente condicionada por las redes sociales. No eres nada o lo eres todo en función de los puntos o ‘likes’ que te da cualquiera, lo mismo valen los de tu jefe o tu marido, que los del primer desconocido que pasa por la calle y que decide castigarte con una valoración negativa por haber chocado ligeramente con él y con ello reduce tus posibilidades de éxito. No hemos llegado a eso, lo sé, pero si me asegurasen que lo haremos no me costaría demasiado creerlo.

Pero por el mismo precio prefiero confiar en que la era de las redes sociales está aún en pañales y que la humanidad logrará regular su funcionamiento y ponderar su influencia y el caso que se les hace antes de que sea tarde. Lamentablemente, en estos momentos hay millones de personas pendientes de los ‘me gusta’ que reciben, de la opinión de extraños sin rostro ni apellido sobre ellos, sufriendo hasta límites enfermizos si es mala o inflando su ego por la crítica positiva de los mismos que mañana les podrán pinchar el globo con o sin razones para ello.

Sentir ese poder ante el teclado de un móvil o un ordenador saca lo peor de los que ya de por sí tienen poco que ofrecer, pero sus malintencionadas palabras hacen el mismo daño que si fueran valiosas. Las habladurías o chismorreos siempre han existido; la mezquindad y la cobardía son tan antiguas como el mundo, pero el alcance es la diferencia. No suelo bucear en esas aguas turbias y contaminadas, pero lamento ver a tantas buenas personas nadando en ellas sin darse cuenta de lo cerca que tienen la orilla.