Con motivo de la Jornada mundial de los abuelos y mayores, el papa Francisco ha querido transmitirnos una buena noticia, un verdadero evangelio. Lo ha hecho con el versículo 15 del Salmo 92: «En la vejez seguirán dando frutos». Maravilloso pensamiento positivo, transmisor de estimulante optimismo y energía. Es la respuesta a contracorriente de lo que se piensa, generalmente, en esta sociedad tan narcisista. Y, lo que es más grave, a contracorriente de la actitud resignada de muchos de nosotros, ya en el atardecer final de la vida, que, por circunstancias diferentes, deambulamos sin esperanza alguna de futuro. Pues, no. ¡Todavía podemos dar frutos! Claro que sí.
Es obvio, sin embargo, que en la sociedad actual prima la ‘cultura del descarte'. A muchos en ella, nuestra situación les da miedo. Probablemente, lo veamos reflejado, a veces, en la cara de nuestros propios hijos. Parece como si, a esta sociedad tan egoísta, los ancianos no le concerniesen y, por ello, hasta fuese mejor su alejamiento. Quizás, incluso, se prefiera y se propicie su encerramiento en centros al respecto y, de este modo, evitar el tener que hacerse cargo de sus preocupaciones. Da la impresión, en ocasiones, que se busca y se desea poner distancia o tierra de por medio.
No es fácil gestionar la situación. Hemos llegado al final de la actividad laboral. Los hijos ya hacen su vida independiente con sus propias familias. Desaparecen las motivaciones por las que, en su momento, gastamos tantas energías. Las fuerzas van claramente en baja o la aparición de alguna enfermedad trastorna nuestra quietud. A los hijos no siempre les es fácil prestarnos la atención que solicitamos. Nos cuesta mantener el paso en la vida. Nos sentimos solos, frágiles y abandonados. Son momentos muy complicados. Se hace presente la tentación de interiorizar el descarte. Es ahora, y a pesar de todo, cuando necesitamos proclamar con Francisco una grata realidad, siempre posible: ¡Bendita la casa que cuida a un anciano! ¡Bendita la familia que honra a sus abuelos! En realidad, la situación a la que se nos ha dado llegar no es fácil de comprender ni para quienes ya la vivimos por necesidad. Lo cierto es que nadie nos ha preparado para adaptarnos a ella. Ni siquiera nosotros nos hemos preocupado de cultivar actitudes, aficiones y oportunidades para ese futuro seguro. Suele presentarse por sorpresa y nos pilla sin resortes para interpretarla. Y ante semejante panorama, «por una parte, estamos tentados de exorcizar la vejez escondiendo las arrugas y fingiendo que somos siempre jóvenes, y, por otra, parece que no nos quedaría más que vivir sin ilusión, resignados a no tener ya frutos para dar» (Francisco). Se ha de huir de ambas tentaciones.
Quizás nos haría bien, por el contrario, escuchar e interiorizar este mantra: ¡Envejecer no es una condena, es una bendición! Sobre el mismo, se podría llevar una ancianidad activa en todos los órdenes. Pero, muy especialmente, humanizando este mundo tan deshumanizado. Aunque, personalmente, lo entiendo como la derivada del misterio más esencial del cristianismo, reviste un carácter trasversal. Esto es, no es necesario ser cristiano para vivirla de ese modo. ¿Cómo llevarlo a cabo? Muy sencillo: Prestando una atención específica a las relaciones humanas con los demás, amigos y no tan amigos, restañando muchas heridas del pasado. Con la ayuda a los pobres y afligidos a quienes siempre podemos dar consuelo y afecto. Sobre todo, con nuestra propia familia, con nuestros hijos y nietos. Siempre se puede dulcificar la convivencia si se cambia de actitud, si se pone amor y ternura. Los demás, ante ese tu testimonio de amor, cambiarán su actitud.
«Frente a todo esto, ha subrayado Francisco, necesitamos un cambio profundo, una conversión que desmilitarice los corazones, permitiendo que cada uno reconozca en el otro a un hermano». Todos somos hijos de Dios, y hermanos, pues fuimos creados a su imagen y semejanza. Podemos, no obstante nuestra ancianidad, dar el testimonio de ver a los demás con la mirada amorosa y humanizadora de Dios. ¡Ánimo y adelante!
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