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Más de dos años esquivándole, como se rehuye a quienes no queremos dejar entrar en nuestras vidas por nada del mundo, a los enemigos más acérrimos. Cada día con su nombre en el pensamiento, mientras intuía su presencia, esa cercanía inquietante de lo que más tememos. Al principio no nos conocíamos. Lo que se desconoce sin duda inspira un mayor temor. Oía voces que lo explicaban, que lo transformaban en porcentajes y estadísticas. Leía artículos, noticias. Poco a poco fueron cayendo muchos: conocidos, vecinos, familiares. Cada uno lo vivía de forma distinta. Hubo dolor, incertidumbre, miedo. Hubo también ganas de pasar página, de hacer como si jamás hubiese existido. La realidad pesa; el cerebro nos invita a rehuirla. Sin embargo, pasaron los meses, las vacunas, las mascarillas impidiéndonos ver los rostros de los demás, las olas subiendo y bajando como el mar. Desaparecieron las sonrisas tras la tela que cubría los rostros.

Cuando llegó el buen tiempo, los días se alargaron. No desapareció el miedo, puede que nos acostumbrásemos a vivir con él. El miedo a nuestro lado, dándonos la mano como un viejo conocido. Habían pasado tantas cosas en ese periodo que éramos todos personas distintas.
Pensé: «este verano tendré la COVID». Fue un presentimiento al observar la marea humana que llenaba el mundo. Desaparecían las mascarillas, la gente necesitaba la alegría.

Volvieron los encuentros, las playas repletas, los restaurantes sin mesas libres. Me contagié en Ibiza, entre las callejuelas de Dalt Vila, en algún restaurante, o en el probador de una tienda. Quién sabe. No fue asintomático. Dolores de cabeza y garganta, cansancio. Llegó al fin, y no me quedó otra que saludarle.