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Siempre me ha parecido que lo más valioso de las redes sociales es poder mirar por el ojo de la cerradura a la intimidad de las personas. Es decir, colarse en lo más íntimo de sus pensamientos, de sus deseos, de sus temores y creencias. Navegar por internet y leer tuits –los mejores son siempre anónimos– y los comentarios de las noticias es como hacer un máster de psicología y sociología sin salir de casa. Da igual la edad, la procedencia, el nivel económico o cultural, la ideología... aquí todo el mundo se desnuda, vierte sus quejas, opiniones, piropos o insultos sin censura.

Es el verdadero campo de juego de la libertad de expresión, a pie de calle, sin filtros. Hace unos días se publicó una noticia que revelaba el malestar de los vecinos del Paseo Mallorca por el ruido que les impedía descansar por las noches, entre el alboroto de las terrazas, el camión de la basura y los autobuses con sus estentóreos motores. Cualquier persona normal debería sentir compasión y empatía por quienes se ven perjudicados por esta situación. ¿No? ¡Nada de eso! El grueso de los comentarios se mofaba de esos «pijos», «ricos», «privilegiados» que por tener un buen piso y vivir en una zona bonita y céntrica, al parecer se merecen todas las torturas posibles.

Esa es nuestra sociedad. La de los miserables, envidiosos, mezquinos que se alegran del mal ajeno. No hemos mejorado en nada. El odio al bienestar, al progreso en la vida, a la comodidad, al vivir relativamente bien –todo es relativo, los ricos también enferman, sufren de desamor, tienen hijos conflictivos, accidentes y problemas de todo tipo– es general. Millones de españoles –quizá en buena parte por los ideales de la Iglesia católica– se alegran de que al que tiene dinero le vaya mal.